Los puritanos

Rafael Argullol 01/05/2005

La prensa sensacionalista británica ha armado cierto revuelo a propósito del último cuadro de Lucian Freud, un autorretrato titulado El pintor sorprendido por una admiradora desnuda, provisionalmente expuesto en la National Portrait Gallery de Londres. El artista, de 82 años, entre otras cosas ha sido acusado prácticamente de pederasta porque la muchacha que aparece en la obra es "muy joven" y se ha recordado, como si fuera una extraña maldición, con consecuencias inquietantes, que Lucian era nieto de aquel otro Freud, Sigmund. Curiosamente, dado el nacionalismo más bien primitivo de este tipo de prensa, se ha dejado de lado el hecho de que Lucian Freud sea el más conocido de los pintores británicos, con una dilatada trayectoria artística refrendada en todo el mundo.

He visto el cuadro de Freud en la National Portrait Gallery y, aparte del título, en la línea de muchos de los suyos anteriores, no he podido apreciar el menor motivo de provocación o escándalo, ni siquiera retrocediendo unos cuantos siglos en la historia del arte. La obra, de las mejores de la última etapa de su autor, es una singular variación del tema del pintor y la modelo en la que están presentes los cuatro grandes componentes de esta tradición: la atmósfera del taller, el lienzo en proceso de ejecución, el artista autorretratado y el cuerpo, generalmente desnudo, de la modelo. Freud ha modificado el protagonismo pasivo habitual de esta última convirtiéndola en una suerte de ensimismada adoradora, una composición que recuerda el motivo renacentista de María Magdalena a los pies de Jesús.

Quizá el narcisismo de Lucian Freud podía resultar excesivo a los ojos de algunos creyentes pero el reproche no ha venido del lado religioso sino del sexual, una acusación incomprensible si tenemos en cuenta los numerosos precedentes del tema tratado por el pintor, desde el gran cuadro manifiesto El taller, de Courbet, hasta los sexualmente radicales abordajes de Picasso. Naturalmente todo esto le ha traído sin cuidado a la prensa amarilla británica, que ha visto en la obra de Lucian Freud un "peligro para la moral pública" y ha pedido su exclusión de la National Portrait Gallery, una institución mantenida con el dinero de los contribuyentes.

La extravagancia de los argumentos utilizados no descarta su paradójico peso social: la "pederastia" de Lucian Freud, una estupidez, encajaría hoy bien con la acusación que debería arrastrar, por ejemplo, Paul Gauguin si tratara de exponer, por primera vez, sus pinturas polinesias, o Vladimir Nabokov si aún debiera publicar el manuscrito de Lolita. Las dificultades que tuvieron estas obras en su momento seguramente aumentarían en una época como la nuestra, en la que se ha forjado un nuevo puritanismo en el yunque de lo moralmente correcto

Como siempre es de esperar, las opiniones más puritanas provienen de las bocas, o de las plumas, más obscenas. No deja de ser divertido comprobar que los medios de comunicación que acusan tan esperpénticamente a Lucian Freud son los mismos que alientan la peor pornografía, ya no sólo en el ámbito del sexo, sino en cualquier otro. Los que vacían y manipulan las palabras, los que reducen las imágenes a basura idolátrica, los que someten la política a perpetuo pillaje, son los que, a través del poder de sus mensajes, se erigen en fiscales de la intimidad personal y en centinelas de la moral pública. No es, desde luego, un fenómeno exclusivo del Reino Unido, aunque la prensa británica sensacionalista esté a la vanguardia en el aliento espiritual de la chusma.

Los nuevos puritanos no pertenecen, en realidad, a ningún país en concreto, sino que ejercen como representantes de la moral única, aquella que todos debemos aceptar con la misma naturalidad con que asumimos que el capitalismo es el único modelo aceptable. Para ese nuevo puritanismo, es perfectamente lógico sustentar la gigantesca industria de la pornografía mientras se decide quién debe ser reo de inmoralidad. El nuevo puritano sabe distinguir nítidamente entre la depravación y el mercado, siendo este último, por esencia, inocente de todo cargo.

Lo auténticamente insoportable para la alianza entre puritanismo y pornografía es el erotismo, o la libertad e incertidumbre que éste comporta frente a la obscenidad del maniqueísmo moral. En nuestros medios de comunicación el cuerpo oscila entre la presentación en la carnicería y el sometimiento en el tribunal, entre la utilización y la condena. La prensa amarilla y la televisión container lo exhiben y lo destrozan con igual facilidad. La inmediatez que se exigen al puritano y al pornógrafo choca con la complejidad del descubrimiento erótico.

Y quizá sea este antisensualismo de nuestra sociedad, camuflado en un asfixiante exhibicionismo mercantil, el que explica hechos en apariencia tan ridículos como el de la acusación contra el perverso Lucian Freud por su último cuadro. Pero al puritano pornógrafo que lo desee se le podría dar, además de los nombres de Gauguin y Nabokov, una larga lista de pervertidos: Sócrates -¿recuerdan a Fedro?-, Dante y Petrarca -¿recuerdan a Beatriz y a Laura?-, y la mayoría de los pintores del Renacimiento.

Para el puritano todo es sospechoso de perversión, menos la pornografía.

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