¿En que cree el ser humano?

A 150 kilómetros al norte de Puerto Príncipe, la capital de Haití, existe una cascada que se precipita desde más de treinta metros de altura, y que funciona como un imán para miles de peregrinos cada 16 de julio. Se denomina Saut d’Eau (Salto de Agua), y allí acuden, generalmente vestidos de blanco, hombres, mujeres y niños para transformarse, de una manera literal, en el receptáculo de los dioses.

Para alcanzar la cascada deben atravesar varias escarpaduras de piedra caliza. El contacto con el agua representa el momento culminante, pero anteriormente a que esto suceda, los que aguardan pueden contemplar cómo algunos de sus amigos se mueven imitando el movimiento de las serpientes: han sido poseídos por la diosa africana Damballah-Wedo. El agua cae con una fuerza tremenda, de forma que no es raro advertir que algunos que se colocan debajo de la cascada dejan que su ropa sea arrancada literalmente a pedazos. El contacto "es lo que permite que el espíritu se meta en ellos", explica la fotógrafa italiana Giorgia Fiorio, que ha viajado por todo el mundo recogiendo momentos así. Ese instante culminante permite la entrada en un trance tras el cual los peregrinos caen derrumbados sobre las aguas. Han venido a pedir a la diosa del amor, Erzulie Freda, que purifique sus cuerpos, en busca de fortuna o de fertilidad.

Se trata de uno de los más importantes ritos vudúes. Aunque quizá lo extraordinario es que muchos de esos peregrinos llevan cruces católicas colgando de sus cuellos, y que algunos también veneran a la Virgen del Carmen, un elemento sustancial del cristianismo en Haití, que tiene en Saut d’Eau su lugar de culto, precisamente el mismo 16 de julio. La leyenda cuenta que la Virgen se apareció a los haitianos en 1847 en este lugar, encima de una palmera, y que curó a muchos enfermos cerca de las cascadas sagradas.

Resulta fascinante comprobar cómo aquí la tradición católica se entremezcla con las religiones africanas que forman parte del vudú, plagadas de dioses –existen hasta 401– y, por supuesto, de magia. Cerca del 80% de los haitianos profesa el vudú, pero no reniega de su catolicismo. Muchos de sus antecesores llegaron aquí como esclavos, fueron bautizados en el cristianismo, pero conservaron en la clandestinidad sus rituales africanos.

El propio vudú tiene una leyenda negra –los zombis, muertos vivientes– que el cine de Hollywood ha sabido explotar de maravilla, lo que constituye probablemente el cúmulo de mentiras más efectivo que ha distorsionado una creencia religiosa. De acuerdo con el antropólogo norteamericano Wade Davis, la idea de que el vudú se basa en la práctica de la magia negra y que los zombis atacan a la gente es una invención de Estados Unidos, y en especial de la ocupación militar de Haití por parte de los marines entre 1915 y 1936. Sus mandos les proporcionaron novelas en las que se decía que los sacerdotes vudúes –los hougans– criaban niños para cocerlos en calderos, practicaban el canibalismo y decidían el destino de la gente atravesando muñecos con alfileres. Con estos contratos tan particulares, el cine encontró un filón para fabricar malas películas de terror.

Wade investigó lo que había de real detrás de los zombis, y logró identificar un compuesto tradicional –cuya existencia se reconocía incluso en el Código Penal del Gobierno haitiano– que lograba que una persona pareciese muerta. Se trataba de una tetrodotoxina presente en un pez, un anestésico 160.000 veces más potente que la cocaína, que bloquea los canales de sodio de los nervios (también un veneno mil veces mayor que el cianuro); el individuo siente una parálisis facial total mientras que su metabolismo se reduce al mínimo, hasta que fallece. De acuerdo con este antropólogo, la zombificación es un castigo social que algunas sociedades secretas de Haití imponen a ciertos individuos por transgredir las reglas, envenenándolos. Pero esto es algo extremadamente raro. Haití no es una fábrica de zombis, indica Davis, pero al ser la zombificación un castigo –los haitianos no tienen miedo a los zombis, sino a convertirse en uno de ellos– resulta aceptada como algo creíble… y posible.

El vudú es una religión denominada sincretista, que mezcla dos fuentes: una tradicional, como el cristianismo, y los ritos mágicos africanos de los esclavos que fueron llevados a Haití entre 1730 y 1790. Los que profesaban estos cultos, para contentar a sus amos franceses solían ligar un loa (espíritu) a un santo católico. El dios guerrero Ougun, por ejemplo, se corresponde con el apóstol Santiago, y ofrece una de las manifestaciones más extremas que puedan verse.

Una semana después del baño sagrado de la cascada Saut d’Eau, los peregrinos acuden a un lugar llamado Plaine du Nord, que se halla no muy lejos del punto de la costa alcanzada por Cristóbal Colón en las navidades de 1492. Cantan y tocan los tambores, al sentirse poseídos por Ougun, y se bañan en una piscina sagrada de unos veinte metros de largo y algo más de un metro de profundidad… hecha de barro. Durante tres días enteros sacrifican animales en el fango, dejando que la sangre se mezcle con los excrementos de los animales, y arrojan grandes cantidades de alcohol y comida al cieno. El barro fermenta y despide un hedor insoportable, pero es algo sagrado. “Está prohibido tocarlo. Sólo aquellos que están en un trance completo pueden entrar en él”, explica Fiorio. Se trata de una posesión sexual extrema, donde los afortunados se zambullen buscando quizá una fusión perfecta con espíritus agresivos y malévolos.

El espectáculo resulta chocante para la mentalidad occidental, y, sin embargo, algunos aspectos de los rituales vudúes, como beber sangre de gallina, recuerdan ciertos ritos eclesiásticos que se celebran durante la eucaristía: el sacerdote tiene el poder de transformar el vino en sangre (de Cristo). Así lo ha explicado Wade Davis en sus conferencias. “Si uno bebe sangre en una Iglesia católica, creo que debería ser capaz de beber sangre en un rito haitiano”. Es sólo un ejemplo de lo que ocurre cuando se escarba en la antropología de las religiones: los elementos en común afloran y no dejan de sorprender.

¿Qué es lo que empuja a una persona a creer? Las manifestaciones de los seres humanos cuando quieren comunicarse con sus dioses adquieren una variedad asombrosa e interminable en cada rincón del planeta. Al sur de Tailandia, los penitentes atraviesan con agujas sus cuerpos en un ritual sangriento y purificador; en el río Ganges, en la India, millones de peregrinos se acercan a sus aguas para depositar los cadáveres de sus difuntos en barcos que se pierden en la bruma; en las montañas sagradas del Tíbet, los fieles acuden desde diversas partes de China e India para rodear las cumbres a más de 4.000 metros de altura, desafiando el frío y la edad; en los volcanes de Sumatra, los fieles suben hasta asomarse al cráter para arrojar animales y regalos a los dioses, pese al calor y los gases.

Giorgia Fiorio no es antropóloga ni teóloga, pero ha recogido con su cámara testimonios excepcionales, en diversas partes del mundo, de personas que experimentan un momento revelador, algo que ella describe como “una forma de conciencia más profunda que el nivel intelectual”. A veces le costaba manejar la cámara y apretar el disparador, hipnotizada por ese instante en el que el tiempo parece detenerse: la persona recita una frase o hace un gesto que se viene repitiendo desde hace incontables generaciones. Es algo que está fuera del alcance de la educación tradicional. Surge desde dentro; es primitivo, instintivo si se quiere. En cierto sentido, fotografiar a los hombres en contacto con sus dioses es para ella una manera de viajar atrás en el tiempo.

El ritual vudú de la cascada, por ejemplo, puede contemplarse con otro prisma bien distinto en el culto del shinto (sintoísmo), una religión en Japón que tiene más de 2.500 años de historia. Allí, el agua caída en un salto propicia de nuevo el encuentro con los espíritus, a pesar de que Haití y Japón están separados por un continente y todo un océano. Shinto deriva de la palabra japonesa shin tao (el camino hacia los dioses), y la culminación del ritual tiene lugar debajo de una cascada sagrada llamada Konryu Myojin no Taki, en el santuario de Tsubaki, al sur del país. Los sacerdotes (guji, en japonés) se encargan de tomar sake y sal de sus copas para luego arrojarlos a la cascada. Aquellos que se colocan bajo las aguas llevan sólo una cinta blanca en el pelo y calzones blancos. “La temperatura del agua es bajísima, de entre dos y cuatro grados, tanto que no se puede aguantar”, describe Fiorio. “Como mucho, la gente se detiene allí unos cuatro o cinco segundos”. El agua cae con tanta violencia que resulta mortal para niños o ancianos, ya que puede dañar el cráneo incluso a través de la sutura que une los huesos (la fontanela). Los más iniciados son capaces de aguantar entre 10 y 12 minutos, y sobre ellos se proyecta un éxtasis en el que luego aseguran que el agua “fluye a través de ellos, entrando por el centro de la cabeza y saliendo por debajo del cuerpo”. Apenas murmuran algunas oraciones, el ritual transcurre en un silencio sólo roto por la caída del agua.

El deseo de entrar en contacto con los dioses es universal: si contabilizamos todos los creyentes (6.158 millones aproximadamente) de las 14 mayores religiones que existen en el mundo, suponen un 91% de la humanidad actual (estimada en unos 6.700 millones de seres humanos). Esta apabullante mayoría demuestra que el hombre es fundamentalmente un animal religioso, aunque resulta extremadamente curioso –y fascinante– constatar que la especie humana haya generado la fe y las creencias, por un lado, y desarrollado la ciencia, por el otro. A juzgar por el número, quizá exista dentro de nosotros una programación genética que nos impulsa a creer.

Por el planeta hay esparcidas miles de religiones: cerca de 1.200 millones de personas son católicas, 300 millones son ortodoxas, 600 millones son protestantes y 13 millones profesan el judaísmo, mientras que unos 1.300 millones son musulmanes. Las religiones politeístas agrupan a hindúes (900 millones), budistas (700), sintoístas (110), sijistas (27), religiones chinas (700), religiones indígenas y sicretismo (300) y jainistas (8 millones). Lo que comparten todas ellas, de acuerdo con Eli Barnavi, director del departamento de Historia de la Universidad de Tel Aviv y profesor asociado en la École des Hautes Études et Sciences Sociales en París, son las cuestiones fundamentales sobre el sentido de la vida: “¿Qué hay después de la muerte? ¿Cuál es la relación con el Estado? ¿Quiénes son los mediadores entre los hombres y los dioses?”.

En la mayoría de las ocasiones, los ritos y las manifestaciones colocan al homo sapiens en un escenario plagado de espíritus o de seres sobrenaturales que en el pasado pertenecían además al reino de lo mágico. “Todas las religiones tienen una parte de magia”, dice Barnavi. Pero ¿qué es la magia y cómo podemos distinguirla de la religión? Para este experto, “la magia es la manipulación de las fuerzas divinas o diabólicas”.

El filósofo e historiador irlandés James George Frazier explica en su obra La rama dorada la fascinante transición de la magia a la religión: mientras que, en la primera, los magos eran los elegidos para dominar a las fuerzas sobrenaturales mediante sortilegios y embrujos, en las religiones hemos descubierto –de una manera lenta y dolorosa– que nuestra magia no surte ningún efecto sobre los dioses del agua, de la tierra y de los vientos o de la fertilidad. Hemos perdido esa libertad, y nos vemos obligados a confesar nuestra abyecta postración y dependencia respecto a las fuerzas divinas, a las que sometemos nuestra voluntad: tenemos que rebautizarnos como el crisol de los dioses.

Quizá esto explique algunas de las manifestaciones religiosas más extremas, en las que se desafía el dolor hasta límites casi imposibles. Puket, al sur de Tailandia, sigue siendo uno de los paisajes más paradisiacos del mundo, a pesar de los devastadores efectos del maremoto que asoló esta región hace tres años. Cada año, a comienzos del mes de octubre –el mes lunar nueve en el calendario chino– se congregan centenares de personas en templos para someterse a un proceso de purificación que los desnuda de cintura para arriba.

Vestidos de blanco, invaden las calles entre el atronador ruido de los fuegos artificiales y los petardos. Llevan a hombros figuras de dioses chinos –la población que emigró a estas tierras de Tailandia procede fundamentalmente de China–, se bañan en aceite caliente, y algunos andan sobre brasas. Los puestos callejeros ofrecen frutas y vegetales, la carne es el elemento ausente; las mujeres embarazadas y aquellas que tengan el periodo no pueden desfilar junto con los demás. Los masong –versión occidental de los médiums, personas que entran en contacto con los dioses– se congregan en los distintos templos para honrar a las divinidades del emperador –Tam Lao, responsable de los vivos, y Pak Tao, que dirige a los muertos, entre otros–, y mortifican sus cuerpos atravesándolos con cuchillos y agujas, especialmente en la boca.

Con estos implantes metálicos, los masong aguantan durante horas, en un día caluroso y atronador, empujando un poco más los límites humanos. “Entran en una especie de trance, y cuando esto ocurre no sangran”, asegura Fiorio. Si el estado de trance desaparece, la sangre fluye de nuevo. El dolor es percibido como algo subjetivo. Hay un aspecto quizá más llamativo que el triunfo del cuerpo sobre el dolor: el origen de esta celebración es reciente. Se remonta a 1825, cuando una compañía de artistas chinos viajó hasta estas tierras para entretener a los mineros chinos que trabajaban en una región selvática en Puket llamada Takur.

Víctimas de una fiebre palúdica, los artistas cayeron enfermos, y recurrieron entonces a una dieta vegetariana en honor de sus dioses chinos, Kiew Ong Tai Teh y Yok Ong Sone Teh. La curación consiguiente generó la idea de ofrecer ceremonias a los dioses en las que se prohibía expresamente la carne. Y el dolor se convirtió en requisito obligatorio para conseguir un billete a ese mundo sobrenatural, ya que a través de él los masong alcanzan lo que definen como un “estado de conciencia”, un “contacto con lo absoluto”, describe Fiorio. Parecen expresiones de un texto de filosofía, pero lo extraordinario, de acuerdo con esta fotógrafa italiana, es que estos fieles son a menudo analfabetos. A pesar de ello, hablan con un convencimiento y una naturalidad desconcertantes.

La mortificación que reproduce literalmente la crucifixión de Cristo se recoge cada viernes de Semana Santa en la localidad filipina de San Pedro Cutud, en Luzón, a pesar de la oposición de la Iglesia católica. Ésta es una tierra convulsionada por los terremotos y que fue el objeto de la furia de una de las erupciones volcánicas más importantes del pasado siglo, la del volcán Pinatubo, en 1991. Pero, al mismo tiempo, es el escenario de pasiones llevadas al extremo. Centenares de hombres se someten voluntariamente a diversas flagelaciones en patios y calles –los actos no están permitidos dentro de los templos católicos–, y las escenas de hombres semidesnudos con sus espaldas sangrantes se han convertido en un espectáculo para las cadenas de televisión.

La crucifixión se lleva a cabo con clavos reales que atraviesan las manos y pies, aunque éstos están dispuestos sobre un soporte de madera para aguantar el peso del cuerpo. Cada año, unas quince personas son crucificadas de esta forma. Algunos llevan décadas haciéndolo. El deseo de ser bendecidos, manifiestan, es lo que les conduce a hacerlo; piden la ayuda divina para sus asuntos mundanos, y ofrecen el dolor a cambio.

Las autoridades eclesiásticas siempre han contemplado este asunto con recelo. Los comentarios de monseñor Pedro Quitorio, portavoz de los obispos católicos en Filipinas, a la agencia Associated Press resumen la postura de la Iglesia: los flagelantes practican realmente el animismo, la creencia en innumerables espíritus que están involucrados en los asuntos humanos y que son capaces de satisfacer sus deseos o de ocasionar daños. “Creen que si lo hacen recibirán la bendición para el año siguiente, y esto no es una idea cristiana”.

Las religiones tratan de distanciarse de la magia, pero es en África donde las tradiciones mágicas dominan los ritmos vitales de las comunidades tribales. La religión está aquí más ligada a la supervivencia física que a la psicológica. En la tribu Turkana, en Kenia, viven como nómadas del pastoreo en una tierra árida que ha escupido más homínidos fósiles para la ciencia de la evolución humana que ningún otro lugar del mundo. El paisaje es de una belleza lunar, devastadora; un desierto semiárido donde apenas crecen algunos árboles y arbustos como islas en un pedregal en que hay que excavar profundos pozos para encontrar agua, azotado por tormentas de polvo y temperaturas que rozan los 50 grados.

Las aguas del lago –infestadas de cocodrilos– son alcalinas y no aptas para el consumo, por lo que la salud de los turkanas depende de las escasas lluvias. Cuatro meses después de la estación lluviosa, la mayor parte de las mujeres turkanas concibe con éxito, ya que es la época en la que están mejor nutridas. La tribu cree en un dios supremo, Ajuk, y aquellos que interceden ante él son considerados como divinos. Y aunque los animales son sacrificados como alimento, los rituales están envueltos en fiestas y cánticos, y los intestinos de las bestias se consideran casi “textos sagrados”, donde los oráculos los leen e interpretan.

A pesar de creer en un único dios, la tradición animista presente en estos nómadas contrasta enormemente con la religión cristiana presente en Etiopía, que tiene su frontera con el norte de Kenia y que abraza el extremo más septentrional del mismo lago Turkana. El cristianismo copto –derivado de las enseñanzas del apóstol san Marcos en Egipto en la época del cruel emperador Nerón– se ha asentado aquí desde el siglo XII, convirtiendo el país en un centro de peregrinación. En Lalibela hay una tradición, a medio camino entre la historia y la leyenda, que mantiene que el Arca de la Alianza fue trasladada desde Jerusalén a esta comunidad en la que se construyeron 11 iglesias.

Estas extraordinarias basílicas están bajo tierra, excavadas en roca y comunicadas por túneles subterráneos a ambos lados del Jordán, un río etíope que toma su nombre del río sagrado en Israel. Los rituales cristianos coptos, largos y meditados, se celebran en el fondo de un abismo “de hasta 34 metros de altura”, asegura Fiorio. La ceremonia que tiene lugar en Timkat, a unos 640 kilómetros de Addis Abeba, la capital, es quizá la más notable. Miles de fieles se asoman a este barranco, esperando su turno para bajar hasta la basílica excavada en el fondo, mientras contemplan los rituales, en los que los sacerdotes recitan la liturgia en un tipo de lenguaje semítico muy antiguo llamado ge’ez. Los bautismos colectivos se hacen con el agua tomada del Jordán, y a menudo los fieles entran en una especie de éxtasis.

La tradición animista, desde luego, no está presente sólo en África, sino que se reparte por los cinco continentes, y alcanza paraísos que sólo en los últimos siglos estuvieron al alcance de los exploradores occidentales. La isla de Pentecostés en Vanuatu, al sur del Pacífico, es un crisol de religiones. Descubierta en 1766 por el explorador francés Louis Antoine de Bougainville y bautizada así un día después de la festividad de Pentecostés –por la que el Espíritu Santo desciende sobre los apóstoles 50 días después de la resurrección de Cristo–, los católicos pueblan el centro de la isla, mientras que en el norte la población es anglicana.

Desde hace algunos años, las autoridades han cerrado las cámaras a un ritual para preservar su pureza de la excesiva comercialización: el Nangol. Los nativos se lanzan al aire, con una liana enrollada a los pies, desde torres de madera de 30 metros de altura. Tocan con sus cabellos la tierra en un acto de fertilización para que los espíritus bendigan la cosecha del siguiente año. Se les llama “buceadores de la tierra”, debido a su prodigiosa habilidad para manejar las lianas y hacerlas extensibles, de forma que nunca llegan a golpearse contra el suelo (aunque antes de la ceremonia, sus fieles ablandan el lugar de aterrizaje retirando cualquier roca).

La leyenda se remonta siglos atrás, cuando la mujer de un nativo llamado Tamale tuvo que subirse a la copa de un árbol para escapar de sus golpes. Tamale la persiguió, trepando por las ramas, cuando ella se arrojó al vacío. El marido, desesperado al creerla muerta, se suicidó, sin advertir que su mujer había atado sus pies a una liana para salvar la vida. En los años cincuenta, el naturalista británico David Attenborough filmó para la BBC estos increíbles ritos. Los hombres realizan tres saltos en su vida, sólo después de haber sido circuncidados.

El lugar donde la peregrinación, la religión y los límites de la fisiología humana se entremezclan como quizá en ningún otro lugar de la Tierra es una montaña que se ubica detrás de la cordillera del Himalaya, en el Tíbet. Su nombre, Kailas, evoca terremotos lingüísticos en cuatro religiones diferentes: el hinduismo, el budismo, el jainismo y la fe tibetana de Bön (una serie de prácticas ancestrales animistas anteriores al propio budismo que constituyen la religión tibetana más antigua). La forma redondeada de su cima, cubierta por nieves eternas –está a más de 6.600 metros–, bien podría asemejarse a una gigantesca cúpula de San Pedro que domina un paisaje salvaje; otros ven en esa figura la cabeza de una vaca gigante, animal sagrado de la India. Los tibetanos lo llaman Kang-Rimpoché (Joya de las Nieves), y para los hindúes es la escalera que conduce a Shiva, destructor y generador del mundo.

Es un lugar tan sagrado que la mera idea de escalarlo constituye un sacrilegio. “Proponer a un tibetano subir al Kailas es como pedirle a un cristiano que orine en el cáliz de las hostias sagradas”, manifiesta Javier Jayme, escritor y explorador de la Fundación Regiones Polares, que conoce a fondo este lugar. Por eso, aquellos que quieren rendir tributo a la montaña no la escalan, sino que la rodean. Recorrer el perímetro de la montaña –el Parikrama– es recorrer el círculo perfecto de la vida y la muerte, dos caras de una misma existencia.

Esa peregrinación supone caminar por un paisaje de belleza infernal: el cielo es de un pesado azul cobalto que casi cae a plomo sobre los hombros. Rodear la montaña supone 51 kilómetros de durísima marcha, ya que hay que salvar dos collados situados a más de 4.000 metros de altura. Alguien ya entrenado necesita tres o cuatro días para completar el recorrido, pero los peregrinos que parten hacia el Kailas tienen que arrastrarse por el suelo. “Dan un paso de pie, luego se arrodillan”, explica Giorgia Fiorio, “y después alargan el cuerpo y hacen en el suelo un dibujo con las manos”. Colocan las rodillas sobre las huellas dejadas, caminando a cuatro patas, y repiten el proceso. Los budistas y los hindúes deben circunvalar el monte sagrado en el sentido de las manecillas del reloj, mientras que los tibetanos y jainistas lo hacen en el sentido opuesto.

Las condiciones de esta peregrinación no pueden calificarse sino de brutales. “Es como atravesar un desierto helado, batido por vientos ululantes, y someterte a la acción de un sol despiadado”, describe Jayme. Uno de los pasos está situado a 5.600 metros de altura, por lo que la transición desde los 4.000 metros representa una tortura física que empuja al cuerpo humano hasta el límite. “A mediodía, cuando estás a 4.000 metros, la temperatura puede ser de unos veinte grados”, indica este explorador. “Pero a 5.600 metros estás a entre ocho y diez grados bajo cero”. En esas condiciones, dar un solo paso equivale al esfuerzo de un centenar.

Los peregrinos acuden al perímetro del monte sagrado, cuyas laderas está prohibido pisar. Algunos han atravesado toda la India y llegan completamente agotados, exhaustos y en ocasiones aquejados de serios problemas respiratorios o incluso cerebrales. Otros proceden de Nepal. Los más viejos pueden tener incluso 70 años, y a pesar de su estado físico quieren ascender para rodear la montaña. Muchos llevan ropas ligeras, no están preparados para el frío y el mal de las alturas, y los guías se niegan a conducirles. “He visto a la gente llorar porque los guías no les dejaban subir”, dice Fiorio. El instinto imparable que crece dentro de estos creyentes muchas veces se cobra sus vidas.

El monte Kailas se encuentra en la parte más septentrional del Himalaya, en pleno Tíbet. Al sur del Kailas se ubica un lago, el Mapam (Manasarowar, en tibetano), a 4.570 metros de altitud, que constituye la reserva de agua dulce más grande conocida a esa altura. Es un lago sagrado, como casi todos los accidentes geográficos del lugar, aunque no está muy alejado (a unos 200 kilómetros al oeste) del glaciar Gangothi. Los expertos creen que las aguas de este glaciar son las que alimentan al Ganges, el gran río sagrado de la India.

Sus comienzos son humildes –un riachuelo de agua helada que se ensancha entre un pedregal–, aunque el paisaje está dominado por ese pesado firmamento azulado casi metálico típico del Tíbet en el que destacan las dobles cumbres del monte Baghirathi. Los peregrinos también acuden aquí, por supuesto, pero el Ganges, alimentado desde el Himalaya, va creciendo gracias a la aportación de otros afluentes, los monzones y las inundaciones periódicas, mientras se desliza recorriendo más de 2.500 kilómetros a través de la India hasta ensancharse en el delta que baña Bangladesh, en el golfo de Bengala.

El Ganges ha atraído a los seres humanos en sus peregrinaciones con una fuerza que quizá consista en una mezcla de fe y de miedo, según las impresiones del escritor Mark Twain cuando acudió en 1895, como desconcertado testigo, a una celebración del Maha Kumbh Mela, acto que se realiza cada 12 años en diversos lugares de culto de la India, con las aguas del Ganges como escenario y la muerte en el telón de fondo. “En el principio eran las aguas, incluso antes de que los dioses existieran”, explica Javier Jayme.

En Katmandú, dentro de Nepal y cerca de la frontera con India, asegura este explorador, se mantiene la pureza de este tipo de celebraciones: los peregrinos depositan los cadáveres de los difuntos a orillas del río, y si pertenecen a una casta superior, se les que¬¬ma primero la lengua. “El olor a estofado humano pone los pelos de punta”, asegura. “Es el olor de la muerte”; si bien existe una aceptación total de la inevitabilidad del momento final, un deseo de ayudar al moribundo a pasar al otro lado sin derramar una lágrima. Ya dentro del gigante indio, en Allahadad –a poco más de 200 kilómetros de la frontera con Nepal–, la congregación de fieles alcanza cifras astronómicas, solamente comparables a los millones de peregrinos en su viaje anual a La Meca.

Han acudido aquí desde diversos lugares y usando cualquier medio a su alcance: a pie, en bicicleta, a lomos de caballos o burros; en autobuses, trenes, automóviles e incluso barcazas cargadas de gente que se pierden en la bruma. Son tan numerosos los que aquí llegan que Fiorio los describe como “olas humanas” entre las cuales es fácil disgregarse, por lo que los grupos han de ir atados entre sí para conservar su unidad. Vienen a rezar de cara al sol, antes de que amanezca, según la tradición hindú, juntando las ma¬¬nos y doblando el cuerpo hacia adelante, y a realizar las abluciones, los baños sagrados, en aguas que en enero resultan muy frías. Y acuden para incinerar a sus difuntos.

Aunque quizá la incineración se materializa de forma más masiva en Benarés, en el Estado de Uttar Pradesh, que algunos consideran la ciudad del encuentro con la muerte. Las piras sagradas funcionan aquí durante 24 horas, en una cadena de cremación de cuerpos humanos que no cesa. La incineración también constituye un lujo inalcanzable para las castas más pobres, que no pueden comprar la madera necesaria –un cuerpo humano precisa al menos de tres horas de quema, explica Fiorio–, por lo que arrojan los cadáveres de sus difuntos a las aguas sagradas. Es un acto puramente instintivo y asumido por los fieles como algo natural, dice esta fotógrafa, que confiesa que lloró la primera vez que asistió a estas cremaciones.

Los hindúes creen en un principio inviolable y trascendente, un espíritu cósmico o Brahman, y para ellos las cremaciones son una forma de escapar de ese ciclo continuo de vida y muerte, el samsara. Los budistas, cuya religión se entronca, en origen, en aquellos decepcionados por el hinduismo, consideran igualmente que a través del culto uno debe romper este ciclo: es la destrucción del fuego que alimenta la ilusión, las pasiones y las dependencias humanas; si la vida es algo que se está quemando, el nirvana –el mensaje de Buda, el fundador que probablemente vivió entre los años 563 y 483 antes de Cristo– es el estado ideal que se alcanza cuando uno consigue apagar este incendio.

Desde el siglo VI antes de Cristo, el budismo se ramificó desde la India hasta Asia central y el sureste asiático, China, Corea y Japón. La cima del monte Kyaikto, en Myanmar (Birmania), es uno de los lugares santos de peregrinación de los budistas theravadas, una clase de budismo más puro o clásico, si se quiere, basado fundamentalmente en las enseñanzas de Buda, cuyos restos se veneran como los de un santo. En el borde de esta montaña yace una enorme roca que parece bañada en oro, con una stupa –estructura funeraria– en su parte superior. Su equilibrio, explican los fieles, es milagroso debido a que contiene en su interior un cabello del propio Buda. La leyenda dice que el rey Tissa, en el siglo XI, recibió este cabello de un ermitaño, por lo que le fueron conferidos poderes sobrenaturales que le permitieron encontrar una roca sumergida en el mar y trasladarla a la cima. “A la roca sólo se acercan los hombres, a los que les está permitido tocarla”, dice Fiorio. “Las mujeres sólo pueden mirar”.

El mundo del siglo XXI está conociendo un retorno de las religiones que Eli Barnavi califica como “fervor religioso”. “Parte de la razón es la globalización”, asegura este experto; decenas de millones de personas han tenido que abandonar sus países de nacimiento para asentarse en otros lugares, traspasando fronteras que en la antigüedad eran casi infranqueables. “La gente se siente insegura en este mundo global”.

En España hay 32 millones de católicos y más de 23.000 parroquias, pero nuestro país acoge a un millón de fieles musulmanes que expresan sus creencias en 400 mezquitas, 600.000 cristianos ortodoxos, 300.000 budistas y 50.000 que profesan el judaísmo, entre otros. Es ya un mapa multicolor. En parte, este retorno a las religiones se debe a un “colapso de las ideologías seculares”, por lo que la religión “rellena estos huecos”.

El fenómeno es interesante: en conjunto, Europa no se hace más religiosa, pero en el resto del mundo asistimos a una explosión de los rituales y las creencias; entre las religiones claramente en expansión están el islam y el cristianismo evangelista (que en España cuenta ya con 1,2 millones de creyentes en 2.000 lugares de culto).

Curiosamente, dentro de Europa lo que sucede es que las comunidades que sí son religiosas están consolidándose. Los europeos viven en una sociedad que dista mucho de aquellas de los tiempos medievales. “Hasta el siglo XVIII era prácticamente imposible separar los aspectos religiosos de la vida social en Europa”, indica Barnavi. “Luego comenzó el proceso de la secularización de la mente [el abandono de los valores religiosos]”.

Los extremismos religiosos están aflorando con fuerza, desatando incendios difíciles de sofocar en este mapa global. El terrorismo islamista es un claro ejemplo del uso de la religión como ideología, de forma masiva, y utilizando los medios modernos de comunicación. Esta utilización masiva de la religión, en opinión de Barnavi, es nueva, especialmente en el caso de la red terrorista Al Qaeda: “Ellos dicen que forman parte de la religión tradicional, pero no es cierto. Están usando la religión a través de los medios globales de comunicación. Es un nuevo fenómeno de la globalización, muy poderoso, y por eso es tan difícil hacerle frente”.
LUIS MIGUEL ARIZA
http://www.elpais.com/articulo/portada/cree/ser/humano/elpepusoc/20071209elpepspor_6/Tes

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