Una consecuencia de ello es, por ejemplo, que el Estado democrático se funda en la tolerancia hacia la diversidad cultural que expresan los ciudadanos, como titulares de derechos fundamentales. Pero la tolerancia no es indiferencia. Y el respeto a las tradiciones que se cristalizan en los comportamientos humanos en una sociedad multicultural no es ni puede ser ilimitado. La garantía de los derechos humanos es una frontera infranqueable, de lo contrario el Estado democrático perdería su identidad.
El tema es de actualidad. Una mujer mauritana ha sido condenada por un tribunal español por haber casado a su hija a los 14 años y haberla forzado a mantener relaciones sexuales con un hombre de 40 años. La joven denunció a sus padres, residentes en España, por haberla obligado a ir a Mauritania para casarse y después, de vuelta a su domicilio en Cádiz, repetir la experiencia con un marido 26 años mayor que ella. La condena ha sido por la comisión de los delitos de agresión sexual, coacciones y amenazas. La mujer mauritana ha pedido respeto para sus tradiciones. Y sus compatriotas han reclamado lo mismo ante la puerta del órgano judicial, afirmando que: "Os respetamos en nuestra tierra. Respetadnos en vuestra tierra".
Pero resulta que obligar a una menor de edad a casarse y mantener relaciones sexuales, en el Estado democrático es una vulneración de un derecho humano básico, es un atentado flagrante a la libertad de la persona, es un delito. Y ante ello no hay tradición que pueda oponerse. El Estado no puede permanecer indiferente a lo que ocurre en su territorio, sino que ha de ser beligerante en defensa de la dignidad de las personas. En este sentido, las reglas privadas de la comunidad familiar nunca pueden prevalecer si la libertad del individuo está en peligro.
Este caso y otros, como la ablación del clítoris, o la negativa de ciertas familias inmigrantes a escolarizar a sus hijas adolescentes, o el reciente ocurrido en Francia de no alimentar por razones religiosas a los hijos para purificarlos, plantean la cuestión de cuál ha de ser la respuesta de los poderes públicos ante estos comportamientos o, más aún, cuál ha de ser el grado de tolerancia del Estado ante determinadas tradiciones.
Es evidente que tradiciones culturales o religiosas como las descritas colisionan con los valores de libertad e igualdad, que el Estado en una sociedad democrática ha de amparar sin distinción de nacionalidades. El hecho de que los ejemplos expuestos sean protagonizados por personas procedentes de la inmigración, como consecuencia de ciertas singularidades culturales, no puede suponer para los poderes públicos el establecimiento de distinción alguna respecto de otros comportamientos igualmente lesivos para la dignidad humana. Por ejemplo, en nuestro contexto más próximo, los lacerantes casos de violencia doméstica, la oposición de sectas religiosas a las transfusiones de sangre, o el sectarismo moral del que hacen gala otras sectas más sibilinas con los enfermos terminales.
La inmigración que viene a la Unión Europea y a Estados Unidos en busca de un lugar en el sol es esencialmente económica. Un sol, el de los países desarrollados, estructuralmente hegemónico y no siempre justo, pero donde los derechos de las minorías han de ser en todo caso respetados, en un contexto de integración a valores y principios democráticos básicos. Un contexto que ha de ayudar a superar situaciones de injusticia social y rémora moral. Por esta razón, el respeto que el Estado democrático de acogida debe garantizar a las señas de identidad de las minorías religiosas o culturales no puede hacerse sacrificando valores democráticos intangibles como la dignidad o la libertad de la persona.
El Estado no puede caer en una especie de paternalismo que, por mor de un exacerbado respeto a la multiculturalidad o la singularidad identitaria, permita comportamientos como los descritos. La democracia ha de servir para liberar personal y socialmente al individuo, no para explotarlo económicamente y mantenerlo ligado a referentes morales retrógrados.
El caso de la mujer mauritana y el respeto que sus compatriotas demandaban a sus tradiciones es un supuesto de diversidad cultural que el Estado democrático no puede tolerar. La necesaria garantía de la diversidad no alcanza a legitimar el establecimiento de un sistema jurídico alternativo, que proteja supuestos derechos naturales incontrovertibles fruto de la tradición.
El Estado no puede cobijar una diversidad moral en beneficio de valores que solamente procuren la subordinación y la alienación social. Frente a ello, los valores que son expresión de la racionalidad democrática han de ser un perímetro insuperable.
Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Pompeu Fabra.
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