Las políticas conservacionistas son tolerables cuando afectan a animales o piezas de terracota, pero resultan insufribles si se aplican a seres humanos. Se critica a aquellos europeos que fueron a evangelizar a otros pueblos, pero no se critica nada a los evangelizadores de hoy día, quizás debido a la cuota de espacio público que ocupan.
Pongo la radio y en un programa políticamente más correcto que el boletín oficial dos miembros de una minoría indígena americana comparecen ante los micrófonos en compañía del inefable cooperante. El conductor del programa pregunta algo, pero antes de que los indígenas digan esta boca es mía el cooperante arranca con un solo de guitarra sobre las petroleras, esas petroleras que esquilman el planeta y acaban con las formas de vida tradicionales. Son las empresas que plantan los blancos aquí y allá, en el Amazonas, en el Altiplano, las que acaban con las formas de vida tradicionales. El cooperante repite tantas veces el sonsonete "formas de vida tradicionales" que cuesta trabajo denominarlo progresista.
Nosotros, los vascos, hace muchas décadas que nos hemos desprendido de esas "formas de vida tradicionales" que defiende el cooperante. Porque los vascos, aunque hoy no lo parezca, también teníamos aquellas formas: caseríos insalubres, aldeas sin agua corriente, epidemias, hambrunas, una compulsiva y continua emigración. Mientras oigo la denuncia radiofónica me encuentro en la cocina con mis hijos. Estoy poniendo la cena, como todas las noches. Mis hijos comen con regularidad y duermen caliente. No tienen que soportar las duras formas de vida de sus antepasados. Los niños vascos no mueren ahora como morían antes, digamos cuatro de cada cinco, de gripe o de viruela o de hambre o de frío. No mantienen una dieta miserable de castañas y tortas de maíz, no padecen la cercanía de las cuadras, ni conviven con animales. Los hijos de los vascos no disfrutan de las formas de vida tradicionales que llevaban a nuestros antepasados a la tumba, desnutridos, desdentados (y jóvenes) hasta hace poco tiempo. Y los hijos de los vascos no necesitan ahora que un aficionado al turismo revolucionario ensalce los "modos de vida tradicionales" de tribus remotas que tienen tanto derecho al bienestar como nosotros.
El tipo que hablaba por la radio no tiene derecho a impedir que llegue a los demás aquello de que nosotros disfrutamos: gas natural, luz eléctrica, neveras, garajes, bancos, supermercados, colegios, seguros, cines, bares, periódicos, autopistas, trenes, libros, cervezas, hamburguesas, coches, teleféricos, teletiendas, telemandos, telesillas, teletubbies. El tipo no tiene derecho a levantar en otros continentes un odioso zoológico de indígenas que justifiquen sus sueños personales y reaviven las pesadillas ajenas. Los seres humanos tienen derecho a buscar la felicidad, y a equivocarse en la búsqueda, y a extraviarla en sucedáneos, y hasta a dar con ella a la vuelta de una esquina. Los seres humanos tienen derecho a la literatura de Kafka y a los tragos de absenta, a las iglesias y a la pornografía, a los grupos de autoayuda y a las grandes superficies, a las bebidas isotónicas y a los calamares congelados. Los seres humanos tienen derecho a un país lleno de bienes y servicios, y de música enlatada, y de iluminación nocturna, y de panaderías y podólogos y billares y oportunidades. Y no debería haber chiflados que ensalzaran la miseria. El verdadero colonialismo es el de esos iluminados que pretenden salvar al Tercer Mundo de su inminente prosperidad, y que imaginan un paraíso donde sólo está el infierno.
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