En su autobiografía de 1940, The big sea, el escritor afroamericano Langston Hughes describe la euforia que se apoderó de él cuando partió de Nueva York hacia África. Arrojó sus libros estadounidenses al mar: "Fue como deshacerme del peso de un millón de ladrillos". Iba camino de su "África, ¡patria de los negros!". Pronto experimentaría "lo real, ser tocado y visto, no tan sólo leído en un libro". El sentido de identidad puede ser fuente no sólo de orgullo y alegría, sino también de fuerza y confianza. No es sorprendente que la idea de identidad reciba una admiración tan amplia y generalizada, desde la afirmación popular de amar al prójimo hasta las grandes teorías del capital social y la autodefinición comunitaria.
Y, sin embargo, la identidad también puede matar, y matar desenfrenadamente. Un sentido de pertenencia fuerte -y excluyente- a un grupo puede, en muchos casos, conllevar una percepción de distancia y de divergencia respecto de otros grupos. La solidaridad interna de un grupo puede contribuir a alimentar la discordia entre grupos. Es posible que de modo inesperado nos notifiquen que no somos sólo ruandeses, sino específicamente hutus ("odiamos a los tutsis"), o que no somos meramente yugoslavos, sino que en realidad somos serbios ("los musulmanes no nos agradan en absoluto"). De mis recuerdos de la niñez sobre las reyertas entre hindúes y musulmanes en la década de 1940, relacionadas con la política de partición del país, viene a mi memoria la velocidad con que los tolerantes seres humanos de enero, rápidamente se transformaron en los implacables hindúes y los crueles musulmanes de julio. Cientos de miles de personas perecieron en manos de individuos que, encabezados por los comandantes de la masacre, mataron a otros en nombre de su "propio pueblo". La violencia se fomenta mediante la imposición de identidades singulares y beligerantes en gente crédula, embanderada detrás de eximios artífices del terror.
El sentido de identidad puede contribuir en gran medida a la firmeza y la calidez de nuestras relaciones con otros, como los vecinos, los miembros de la misma comunidad, los conciudadanos o los creyentes de una misma religión. El hecho de concentrarnos en identidades particulares puede enriquecer nuestros lazos y llevarnos a hacer muchas cosas por los demás; asimismo, puede ayudarnos a ir más allá de nuestras egocéntricas vidas. La reciente bibliografía sobre el "capital social", explorada en profundidad por Robert Putnam y otros, ha expresado en forma suficientemente clara cómo el hecho de identificarse con los demás en la misma comunidad social puede hacer que la vida de todos sea mucho mejor dentro de esa comunidad; por tanto, el sentido de pertenencia a una comunidad es considerado un recurso, como el capital. Ese concepto es importante, aunque debe complementarse con un mayor reconocimiento de que el sentido de identidad puede excluir, de modo inflexible, a mucha gente mientras abraza cálidamente a otra. La comunidad bien integrada en la que los residentes hacen instintivamente cosas maravillosas por los demás con prontitud y solidaridad, puede ser la misma comunidad en la que se arrojan ladrillos a las ventanas de los inmigrantes que llegan al lugar. La desgracia de la exclusión puede ir de la mano del don de la inclusión.
El cultivo de la violencia
El cultivo de la violencia asociada con los conflictos de identidad parece repetirse en todo el mundo cada vez con mayor persistencia. Si bien es posible que el equilibro de poder en Ruanda y en el Congo haya cambiado, ambos grupos continúan teniéndose en la mira. La organización de una identidad islámica sudanesa agresiva, junto con la explotación de las divisiones raciales, ha conducido a la violación y a la matanza de las víctimas subyugadas en el sur de ese territorio, atrozmente militarizado. Israel y Palestina continúan experimentando la furia de identidades dicotomizadas prestas a infligir penas abominables a la otra parte. Al-Qaeda depende en gran medida del cultivo y la explotación de una identidad islámica militante opuesta específicamente a los occidentales.
Y continúan llegando informes de Abu Ghraib y de otros lugares en los que se describe que algunos soldados estadounidenses y británicos, que fueron enviados a luchar por la causa de la libertad y la democracia, recurren a lo que se denomina el "ablandamiento" de los prisioneros por medios totalmente inhumanos. El poder irrestricto sobre las vidas de combatientes enemigos sospechosos o de supuestos delincuentes bifurca nítidamente a los prisioneros y a los guardianes a lo largo de una inflexible línea de identidades disgregadoras ("son una raza distinta de la nuestra"). Parecería excluir, con frecuencia, toda consideración de otras características menos polémicas de los individuos del otro bando, entre ellas, que todos pertenecen a la raza humana.
Si el pensamiento identitario puede ser sujeto de tan brutal manipulación, ¿dónde es posible hallar el remedio? No es posible suprimir o sofocar la invocación de la identidad en general. En primer lugar, la identidad puede ser tanto una fuente de riqueza y de calidez como de violencia y de terror, y tendría poco sentido tratar la identidad genéricamente como un mal. En cambio, debemos basarnos en la idea de que la fuerza de una identidad belicosa puede ser desafiada por el poder de identidades que compiten entre sí. Desde luego, éstas pueden incluir los atributos comunes de nuestra naturaleza humana, aunque también muchas otras identidades que todos tenemos de modo simultáneo. Ello conduce a otras formas de clasificar a las personas, que pueden restringir la explotación de un uso específicamente agresivo de una categorización particular.
Hutu, ruandés y africano
Un trabajador hutu de Kigali puede ser presionado para considerarse sólo hutu y para matar tutsis; no obstante, no sólo es hutu, sino que también es ciudadano de Kigali, ruandés, africano, trabajador y ser humano. Junto con el reconocimiento de la pluralidad de nuestras identidades y sus diversas implicaciones, existe una necesidad críticamente importante de ver el papel de la elección al determinar la importancia de identidades particulares que son ineludiblemente diversas.
Ello podría ser claro, pero resulta importante señalar que esta ilusión tiene el respaldo bien intencionado, aunque algo calamitoso, de los profesionales de una variedad de escuelas respetadas -de hecho, muy respetadas- del pensamiento intelectual.
Hay, entre otros, comunitaristas que consideran que la identidad de la comunidad es incomparable y esencial en una forma predeterminada, como por naturaleza, y que no hay necesidad de que la voluntad humana participe (sería suficiente con el "reconocimiento", si queremos emplear un concepto muy aceptado), y también hay teóricos culturales que clasifican a la gente en pequeños casilleros de civilizaciones dispares.
En nuestras vidas normales, nos consideramos miembros de una variedad de grupos; pertenecemos a todos ellos. La ciudadanía, la residencia, el origen geográfico, el género, la clase, la política, la profesión, el empleo, los hábitos alimentarios, los intereses deportivos, el gusto musical, los compromisos sociales, entre otros aspectos de una persona, la hacen miembro de una variedad de grupos. Cada una de estas colectividades, a las que esta persona pertenece en forma simultánea, le confiere una identidad particular. Ninguna de ellas puede ser considerada la única identidad o categoría de pertenencia de la persona.
Muchos pensadores comunitaristas tienden a afirmar que una identidad comunitaria dominante es sólo una cuestión de autorrealización y no de elección. No obstante, resulta difícil creer que una persona, en realidad no tiene opción para decidir qué importancia relativa puede asignarles a los diversos grupos a los que pertenece, y que debe "descubrir" sus identidades, como si se tratara de un fenómeno puramente natural (como determinar si es de día o de noche). Todos estamos siempre haciendo elecciones, aunque sea de modo implícito, acerca de las prioridades que debemos asignarles a nuestras diferentes filiaciones y asociaciones. La libertad para determinar nuestras lealtades y prioridades entre los diferentes grupos a los que pertenecemos es peculiarmente importante, y tenemos razones para reconocerla, valorarla y defenderla.
La existencia de la elección no indica, desde luego, que no haya restricciones que la coaccionen. De hecho, las elecciones siempre se hacen dentro de los límites de lo que se considera posible. En el caso de las identidades, las posibilidades dependerán de las circunstancias y las características individuales que determinen las alternativas que tenemos. No obstante, ello no constituye un hecho notable, ya que simplemente es la manera en que se hace toda elección en cualquier ámbito. En realidad, nada puede ser más elemental y universal que el hecho de que las elecciones de todo tipo que se hacen en cualquier ámbito siempre tienen lugar dentro de límites particulares.
Sin embargo, incluso cuando tenemos en claro cómo queremos vernos, es posible que aún nos resulte difícil persuadir a los demás de que nos vean de esa manera. Una persona no blanca en la Suráfrica dominada por el apartheid no podría insistir en que la trataran como a un ser humano, independientemente de sus características raciales. Por lo general, se la hubiera ubicado en la categoría que el Estado y los miembros dominantes de la sociedad le tenían reservada. Nuestra libertad para afirmar nuestras identidades personales a veces puede ser muy limitada a los ojos de los demás, sin importar cómo nos vemos a nosotros mismos.
En realidad, es probable que a veces ni siquiera seamos completamente conscientes de cómo nos identifican los demás, que pueden vernos de un modo que difiere de nuestra autoper-cepción. Hay una interesante lección en una antigua historia italiana -de la década de 1920, cuando el apoyo a la política fascista se expandía con rapidez por toda Italia- sobre un reclutador político del Partido Fascista que intentaba convencer a un campesino socialista de que se uniera a aquel partido. "¿Cómo puedo unirme a su partido?", dijo el potencial recluta. "Mi padre era socialista. Mi abuelo era socialista. En realidad, no puedo unirme al Partido Fascista". "¿Qué clase de argumento es ése?", dijo el reclutador fascista con razón. "¿Qué hubiera hecho -le preguntó al campesino socialista- si su padre hubiese sido asesino y su abuelo también hubiese sido asesino? ¿Qué hubiera hecho en ese caso?". "Ah, entonces -dijo el potencial recluta-, entonces, por supuesto, me hubiera unido al Partido Fascista".
Amartya Sen. Nacido en Shantiniketan, India, en 1993, es Nobel de Economía (1998) por su trabajo en el campo de la matemática económica. Profesor en Harvard, mantiene que "un Gobierno debe ser juzgado en función de las capacidades de sus ciudadanos, y no de los índices de ingreso o del PBI".
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