HACE UNOS AÑOS, cuando regresaba a Inglaterra después de un corto viaje (en ese entonces era director del Trinity College de Cambridge), el oficial de migraciones del aeropuerto de Heathrow, quien controló mi pasaporte indio con bastante rigor, me planteó una pregunta filosófica de cierta complejidad. Tras ver la dirección de mi casa en el formulario de migraciones (residencia del director, Trinity College, Cambridge), me preguntó si el director, de cuya hospitalidad evidentemente yo gozaba, era un amigo cercano. Me demoré unos segundos, porque no me quedaba del todo claro si podía afirmar ser mi propio amigo. Luego de reflexionar, llegué a la conclusión de que la respuesta debía ser afirmativa, ya que por lo general me trato a mí mismo de manera bastante amigable y, además, cuando digo tonterías, de inmediato me doy cuenta de que, con amigos como yo, no necesito enemigos. Debido a que me demoré en dilucidar todo esto, el oficial de migraciones quiso saber exactamente por qué había dudado y, en particular, si había alguna irregularidad para mi ingreso en Gran Bretaña.
Bien, finalmente se resolvió esa cuestión práctica, pero la conversación fue un recordatorio, si es que era necesario, de que la identidad puede ser un asunto complicado. (...)
En realidad, muchos problemas políticos y sociales contemporáneos giran en torno a reclamos opuestos provenientes de identidades diferentes que involucran a grupos distintos, puesto que la concepción de la identidad influye, de modos muy diversos, sobre nuestros pensamientos y nuestras acciones.
Los acontecimientos violentos y las atrocidades de los últimos años han dado paso a un periodo de terrible confusión y de temibles conflictos. Con frecuencia, la política de confrontación global es considerada un corolario de las divisiones religiosas y culturales del mundo. De hecho, el mundo es visto cada vez más, aunque sólo sea implícitamente, como una federación de religiones o de civilizaciones, por lo que se hace caso omiso de todas las otras maneras en que las personas se ven a sí mismas. (...)
Un enfoque singularista puede ser una buena forma de malinterpretar a casi todos los individuos del mundo. En nuestra vida cotidiana, nos vemos como miembros de una variedad de grupos y pertenecemos a todos ellos. La misma persona puede ser, sin ninguna contradicción, ciudadano estadounidense de origen caribeño con antepasados africanos, cristiano, liberal, mujer, vegetariano, corredor de fondo, historiador, maestro, novelista, feminista, heterosexual, creyente en los derechos de los gays y las lesbianas, amante del teatro, activo ambientalista, fanático del tenis, músico de jazz y alguien que está totalmente comprometido con la opinión de que hay seres inteligentes en el espacio exterior con los que es imperioso comunicarse (preferentemente, en inglés). Cada una de estas colectividades, a las que esta persona pertenece de forma simultánea, le da una identidad particular. No se puede considerar que alguna de ellas sea la única identidad de la persona
o su categoría singular de pertenencia. Dadas nuestras inevitables identidades plurales, tenemos que decidir acerca de la importancia relativa de nuestras diferentes asociaciones y filiaciones en cada contexto particular.
Por consiguiente, las responsabilidades de elegir y de razonar son esenciales para llevar una vida humana. Por el contrario, se fomenta la violencia cuando se cultiva el sentimiento de que tenemos una identidad supuestamente única, inevitable -con frecuencia beligerante-, que aparentemente nos exige mucho (a veces, cosas muy desagradables). La imposición de una identidad supuestamente única es a menudo un componente básico del "arte marcial" de fomentar el enfrentamiento sectario...
Identidad y violencia (Katz Editores )
A través del análisis del multiculturalismo, el poscolonialismo, el fundamentalismo, el terrorismo y la globalización, el autor plantea la necesidad de una comprensión de la libertad humana como único modo de combatir el cada vez más extendido "arte de crear odio".
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