El honor de dios

Sabemos que el cardenal Rouco Varela no es partidario del divorcio y así nos lo dio a conocer a finales del año pasado, con gran aparato propagandístico y mediático, rodeado de sus pares y jaleado por sus fieles. Pero sabemos también que la excepción confirma la regla y que hubo un divorcio concreto que sin duda no le debió sentar tan mal. Me refiero al de la princesa Letizia (con z de Zapatero), gracias al cual pudo el clérigo oficiar con la pompa debida los esponsales del heredero de la Corona en una escena digna del mejor Anouilh, en la que el honor de dios y el del rey parecieron, por un momento, evidenciarse absolutamente unidos.

Viene esto a cuento de las reacciones públicas tras la reciente manifestación episcopal en defensa de la familia, que no fue tanto un acto religioso como político, en el que los discursos se impusieron a las plegarias, y los prelados, lejos de la cristiana costumbre de implorar por los que nos gobiernan, se dedicaron a acosarlos. A partir de ese día se ha organizado un pequeño guirigay en torno a las expresiones de la Iglesia sobre los asuntos de la política y las interferencias que el Estado padece por parte de los poderes fácticos, entre los que no es el menor el de la Conferencia Episcopal, aunque tampoco quizá tan grande como los obispos quisieran y los gobernantes temen.

Merece la pena insistir en lo que oí por la radio al vicepresidente socialista de Castilla-La Mancha: los obispos y la Iglesia tienen todo el derecho a opinar de política, igual que cualquier ciudadano. Pues este es el punto: también los ciudadanos tenemos derecho a replicar a los obispos, sin ningún respeto diferencial hacia ellos más que el que se debe a todo individuo, pudiendo discrepar no sólo de sus opiniones políticas, sino polemizar también sobre sus recomendaciones morales y lucubraciones dogmáticas. Carecen por eso de fundamento las farisaicas quejas de algunos portavoces eclesiásticos por la supuesta campaña de descrédito organizada contra la Conferencia Episcopal tras la manifestación litúrgica.

En cambio, hay que agradecerle a Rouco y compañía que, al sacar las masas a la calle en defensa de su particular visión del mundo, hayan propiciado el debate que nuestra sociedad necesita sobre el papel de la religión en general, y de la Iglesia Católica en particular, en la convivencia española. Un debate que, en aras del consenso de la Transición y del respeto a valores que se pretendían intocables, se ha venido escamoteando a los españoles durante estas tres décadas de democracia.

Pero, como decía al principio, no se trata ahora de incoar un debate teológico sino de una disputa por definir quién manda. Durante siglos, la Iglesia se ha visto a sí misma como el aglutinante de España. Una estrecha alianza entre el trono y el altar permitió que la Monarquía católica liderara la unidad política del país por encima y al margen de las instituciones civiles y, con sus variantes históricas, dicha alianza se prolongó hasta el final de la dictadura franquista. A los jóvenes de hoy conviene recordarles, o enseñarles si es que no lo saben, que el consejo que asumió la regencia del Estado a la muerte de Franco estaba compuesto por tres miembros, un civil, un militar y un prelado.

La Iglesia ha ejercido de manera directa el poder temporal en este país hasta hace apenas tres décadas, permitiendo incluso a sus cardenales sentarse en las Cortes franquistas y sumarse al coro de los aplausos al dictador, a quien bendijeron como cabecilla de una auténtica cruzada de su fe. Ha disfrutado de prebendas, privilegios y prerrogativas como probablemente ninguna otra comunidad católica lo hizo durante el siglo XX en el mundo, desarrollando una actividad tan variopinta que le permitía lo mismo determinar la legislación con arreglo a sus conceptos morales que establecer el calendario de los días festivos. Esto se acabó con la democracia, pero no del todo. Precisamente porque, aunque la Constitución establece la no confesionalidad del Estado, la capacidad de influencia del lobby clerical se ha mantenido como martillo pilón.

Los sucesos de ahora guardan estrecha relación con la escalada del fanatismo religioso en todo el mundo y el mayor protagonismo de las organizaciones que lo sustentan. La presencia de Ratzinger en el solio de Roma ha consolidado las corrientes integristas y retrógradas dentro de la institución. Se aprecia por doquier un revisionismo de las doctrinas y comportamientos que emergieron en la década de los sesenta como consecuencia del Concilio Vaticano II.

Éste intentó definir la relación de la Iglesia con el mundo de su tiempo, dando así lugar a una "teología del mundo" en la que destacó por sus trabajos el español José María González Ruiz. En su famoso libro El cristianismo no es un humanismo, abordó la necesidad de un diálogo abierto con el ateísmo contemporáneo, singularmente el marxista, expresándose con palabras tan contundentes como éstas: "La Iglesia no ha recibido de Cristo una misión de producir técnicas políticas, sociales o culturales..., por eso no tiene por qué crear una política cristiana, una cultura cristiana, una sociedad cristiana, un Estado cristiano, ni siquiera un partido cristiano". Para añadir: "... la Iglesia como tal es un ámbito puramente religioso y no debe contaminarse ni siquiera de la apariencia de poder civil".

Otro teólogo católico, Olegario González de Cardedal, en su obra El poder y la conciencia señala por su parte que "la moral civil de una sociedad no siempre coincidirá con el proyecto social ni con una legalidad inspirada en el evangelio. Lo contrario supondría una eliminación del pluralismo social o de las vías democráticas de su expresión" (el subrayado es mío). Opiniones como las citadas ponen de relieve que en el propio seno de la Iglesia existen voces cualificadas y discrepantes respecto a la condena del laicismo radical que el señor García Gasco hizo en la manifestación de Madrid.

El laicismo, en la medida que exista, sólo puede ser radical, pues ha de garantizar la absoluta separación entre el Estado y cualquier tipo de confesión religiosa, por mayoritaria que sea, en la sociedad a la que representa. Pero el laicismo de nuestros gobernantes lejos de ser radical está más que descafeinado, al punto de permitir y promover la presencia de toda clase de símbolos, ritos y actos litúrgicos católicos en funciones estrictamente civiles, como los funerales de Estado o las tomas de posesión de los cargos públicos. Desde el punto de vista de la construcción democrática, estos hechos son más perniciosos incluso que la financiación con dinero público de las confesiones religiosas porque transmiten un permanente mensaje de la supuesta catolicidad del Estado. Por lo demás, si los obispos y sacerdotes quieren entrar en política, en su derecho están. Pero a la hora de recibir sus lecciones sobre democracia habrá que recordarles que la Iglesia es una de las sociedades menos democráticas de las imaginables. No guarda los más mínimos de los requisitos exigibles a cualquier formación política que concurra a unas elecciones libres y, desde luego, llama la atención el machismo, éste sí, radical de su estructura de poder y la ausencia de cualquier sombra de igualdad de género en sus filas.

En un mundo crecientemente globalizado y multicultural, donde tantas religiones sirven de excusa o aval para casi cualquier cosa, es preciso discutir con transparencia y honestidad las relaciones entre el poder político y las iglesias. Se trata de un debate pertinente y apasionante, que nos devuelve al escrutinio de la modernidad emanada de la Ilustración, defensora de la radical igualdad de los ciudadanos, y enfrentada ahora a sentimientos de identidad de todo tipo. A este respecto recordaba yo, en un reciente artículo para el semanario Expresso de Lisboa, el refrán de que en España siempre hay que ir detrás de los curas o con un palo o con una vela. Viene al pelo para coronar este artículo. Aunque, a fin de escapar de tan horrible dilema, los Gobiernos democráticos han preferido mostrar a los clérigos la zanahoria. Parece que el experimento no funciona.

http://www.elpais.com/articulo/opinion/honor/dios/elpepiopi/20080109elpepiopi_11/Tes

0 comentarios: