La tenacidad del pensamiento mágico - Rosa Montero

Como el sinsentido de la vida es algo muy difícil de tragar, los humanos estamos más que predispuestos a creer en cualquier explicación que dote de cierto orden al Universo. Las religiones son justamente eso, desesperados intentos de traducir el mundo a algo comprensible y armonioso, y el pensamiento mágico cotidiano aspira a hacer lo mismo, sólo que se mantiene unos escalones más abajo de la complejidad de las religiones organizadas. Y cuando hablo de pensamiento mágico me estoy refiriendo a esos juegos mentales tan pueriles que de cuando en cuando nos permitimos. Como, por ejemplo, no creer absolutamente nada en los horóscopos, es más, incluso saber que muchos de ellos están hechos al tuntún por alguien que ni siquiera confía en la astrología (he trabajado en revistas en las que, cuando se retrasaba la colaboración zodiacal, simplemente volvían a publicar cualquier pronóstico del año anterior), pero, aun así, experimentar cierta ínfima alegría si por casualidad lees un augurio estupendo para tu signo. Somos como niños.
Y dentro de esa necesidad infantil de orden y consuelo ocupan un lugar especial las coincidencias. Que lance la primera piedra aquella persona que jamás haya jugueteado con una coincidencia y con el estupendo alivio que produce. Ahora estoy de racha, nos decimos al jugar a las cartas, e intentamos apurar nuestra suerte. Voy a ser feliz en este piso porque el edificio tiene el mismo número que el portal de la casa de mi infancia, pensamos, sin atrevernos a enunciarlo en voz alta, cuando llevamos meses buscando un apartamento al que mudarnos. También puede tratarse de una coincidencia negativa, como, por ejemplo, tener un mal presentimiento antes de un viaje porque en la última semana se han caído tres aviones en el mundo. Después resulta que la racha de suerte se acaba y perdemos la partida de cartas, que alquilamos el piso y es un desastre, que nos vamos de viaje y, por fortuna, no pasa nada malo. Todo lo cual no nos sorprende, porque, por supuesto, no creemos en esas zarandajas. Pero, ah, qué tenaz es el pensamiento mágico que se agazapa detrás de nuestra razón. Qué grande nuestra necesidad de buscarle explicaciones al caos de la vida. De encontrar un mapa en las tinieblas.


Alguien me contó hace tiempo la historia de un niño de siete años que había perdido en un accidente de coche a toda su familia: su padre, su madre, sus dos hermanos. A raíz de la tragedia dejó de hablar y empezó a manifestar una extraña manía: llevaba siempre un cordelito y se dedicaba a atar las cosas unas con otras. La pata de la silla con la oreja de su conejo de trapo, el conejo con la manga de un jersey, el jersey con el fuste de una lámpara. Anudaba los objetos, claro, para que no se perdieran. Para que no desaparecieran también ellos en la negrura. Pues bien, nuestro amor por las coincidencias sería algo semejante… El hilito que va uniendo la realidad para que la vida no se desbarate en la vorágine. Un camino hecho de migas en mitad de un mundo proceloso.


Y lo más gracioso es que donde más se manifiesta esa debilidad por las coincidencias es, me parece, en el amor. Tal vez porque el amor pasión ya forma parte por sí mismo del pensamiento mágico. Y así, cuando conocemos a un hombre o a una mujer que nos interesa, nos suele emocionar muchísimo cualquier pequeño detalle compartido, cualquier casualidad que aparentemente nos relacione. ¡Es alucinante! ¿Te quieres creer que de niños vivíamos en el mismo barrio, sin conocernos? O bien: ¡Es alucinante! ¿Sabes que tenemos exactamente el mismo modelo de coche? O quizá: ¡Es alucinante! ¿Te he dicho que me telefoneó justo cuando estaba pensando en volver a llamarle? Todo, hasta la coincidencia más nimia (si se rebusca bien, siempre se encuentra alguna), nos parece alucinante, y prodigioso, y espectacular, una prueba inequívoca de que estamos hechos el uno para el otro, de que los hados han cruzado nuestros caminos, de que el destino existe aunque no hubiéramos creído en él hasta ese momento. Luego, claro, infinidad de veces esa supuesta predestinación se va al garete, la pareja no funciona y la historia se acaba. Y a nosotros se nos olvidan inmediatamente las coincidencias compartidas, se nos olvida que nos creímos marcados por la magia. Y volvemos a ser racionales por un tiempo, hasta que se nos encienda otra vez el corazón y nos pongamos a anudar la realidad con cordelitos.

Haciendo cumbre - Pedro Ugarte

Del deporte sólo se oyen buenas palabras. Si excluimos el dopaje de los atletas, la inficionada sangre de los ciclistas, las mutilaciones y los edemas de los montañeros, y la quebrada osatura de los esquiadores, todo es salud y buena letra. Frente al desprecio que inspiran fumadores y consumidores de determinadas sustancias, los que se dan caña y ordeñan con empeño la glándula sudorípara concitan admiraciones sin cuento. Eso por no hablar de los futbolistas, única categoría de millonarios sospechosamente a salvo del rencor sindical. La feroz persecución que padecen los primeros y la bobalicona admiración que inspiran estos últimos es uno de los fenómenos más curiosos de este tiempo.

Ejercicio físico: eufemismo que alude a desesperadas operaciones musculares, que nos servían en otro tiempo para huir de sanguinarias y hambrientas criaturas. Después se convirtió en una penosa tarea dirigida a elevar pirámides o a ganarse el sustento cargando sacos de arroz. Ahora se ha convertido en un modo de paliar la abulia existencial (y, en vez de cobrar, se paga), si bien algunos cobran, y muchísimo, debido a que el resto de la raza humana se distrae mientras los ve sudar. La conclusión de todo esto, que si estás gordo es que eres pobre.

Frente a la admiración que despierta el deportista, la humareda del fumador lo convierte en víctima de las iras sociales, en chivo expiatorio de una sociedad sin alma pero higiénica. Y eso que del cáncer de pulmón se sabe todo, incluso lo barato que le sale a la socialdemocracia, pues el diagnóstico se realiza cuando el enfermo ya ha metido un pie en la tumba. Aún así los sanitarios, no contentos con ver agonizar al fumador, le amargan los minutos terminales susurrándole al oído lo necio que ha sido envenenándose y el dispendio que provoca a las arcas públicas. Nada ha hecho peor el estado del bienestar que extender una ominosa penitencia sanitaria.

Entre tanto, los alpinistas extraviados demandan el despliegue de flotillas de helicópteros y el rastreo de los sherpas (esa subespecie del servicio doméstico), como si subir a la punta de un monte no fuera una acción igual de discutible que echarse un paquete de cigarros. A los alpinistas se les busca, literalmente hablando, por tierra, mar y aire, mientras que a fumadores y residentes en narcóticos paraísos se les atormenta recordándoles lo malos que son. Los alpinistas vuelven a casa, vivos o muertos, pero a ninguno se le recuerda su mala vida, ni se le llama idiota o irresponsable. De lo que cuestan al erario público los helicópteros que patrullan en su busca nadie se acuerda.

No hay que prohibir a nadie el acceso a la montaña: los aficionados tienen todo el derecho a seguir cayendo, a puñados, año tras año. Pero el respeto que inspiran debería extenderse a quienes entretienen la vida de cualquier otra manera, porque para eso es la suya.

La receta de la felicidad - Eduardo Verdú

Sabemos que el gran propósito de la vida es ser feliz. Y la felicidad está determinada por la capacidad de disfrute. Hay personas a quienes les cuesta encontrar motivos de gozo, momentos alegres, su cota de bienestar está realmente alta y sólo la alcanzan propulsados por un gran seísmo emocional como un ascenso, un beso nuevo o el nacimiento de un hijo. Gente que transita por los días como por unas escaleras mecánicas, posando distraídamente el pie sobre las nuevas jornadas que se suceden inercialmente mientras espera la recompensa de llegar a la siguiente etapa.
Sin embargo existen esos otros seres humanos que encuentran microplaceres por el camino y en lugares insospechados. Personas que se ilusionan con ver el arco iris, con el perfume del café, con el color de un mantel, con descubrir una canica en la acera. Algunas terapias psicológicas contra la depresión consisten, precisamente, en hipersensibilizar al paciente, en convertirlo en un ser más permeable a las emociones agradables que le rodean, en enseñarle a valorar el gusto de encontrar aparcamiento a la primera, de hallar su plato preferido en un menú, de no haber abierto el paraguas en todo un día de malos pronósticos meteorológicos.

La felicidad de la vida es la suma del placer acumulado a lo largo de los días que, a su vez, han valido más o menos dependiendo de los momentos de satisfacción que hayamos podido extraerles. El azar nos regala vivencias extraordinarias y luego es capaz de golpearnos con fulminantes desgracias. Pero, básicamente, corre de nuestra cuenta saldar en positivo la existencia.
Depende de nuestra sensibilidad apreciar con mayor o menor intensidad las ondas positivas flotantes en la cotidianidad. Pero esa atmósfera enriquecida no sólo flota alrededor de nuestro día a día, sino que se extiende como una gran nube volcánica sobre la ciudad donde residimos. Ciertos acontecimientos en las metrópolis producen un entusiasmo colectivo, concentran la pasión de muchos habitantes y esa radiación puede resultar contagiosa. Las poblaciones son un organismo. Existe una conexión sentimental, emocional entre sus ciudadanos que actúan como células. Si algún punto del cuerpo urbano se está estremeciendo es lógico que el resto sienta de alguna manera la reverberación de ese escalofrío.

Hoy Madrid está copada de festejos que actúan como inyecciones de adrenalina disolviéndose lentamente en las venas de la ciudad. La semana pasada, por ejemplo, comenzó la feria de San Isidro. Muchos madrileños no necesitan acudir a la plaza para sentir el vértigo del ritual, la celebración, el festejo de Las Ventas, del coso y de sus alrededores, incluso de los momentos previos y posteriores a la corrida. Lo mismo ocurre con el Masters de Tenis que acaba de arrancar o con el Rock in Rio que explotará en menos de un mes. Para algunos madrileños es suficiente saber que parte de la capital está vibrando para conectar subliminalmente con esa emoción.

Ahora que se templan las sobremesas buscamos motivos de distensión, de esparcimiento y recreo. No estamos para escatimar festejos, planes para tardes soleadas, para noches claras, aplausos, camisas nuevas, puros, rones con Coca-Cola, encuentros con los amigos, peticiones de bises, carajillos, olés, labios pintados, perfumes recién vaporizados. Aprovechemos las verbenas, los festivales de música, las terrazas, el circo, el final de la Liga, la final de la Champions en el Bernabéu, un posible desfile por Neptuno... todas las excusas que nos pueda brindar esta ciudad para sentirnos vivos.

No sólo acecharán los malos momentos, sino que la propia anestesia vital es ya un veneno, un narcótico a combatir. La felicidad no es la ausencia de tristeza, sino una sustancia tangible, es una esencia que se recolecta y se atesora, que se mima y se degusta. Algunas personas tienen ese don, una habilidad especial para hallar entre la tierra de la rutina pepitas de alegría, destellos breves de optimismo y satisfacción. Otras, sin embargo, seguimos luchando por calibrar esa óptica sensorial, aprendiendo de quienes ríen cuando permanecemos serios, de quienes oyen el mar en la lejanía de la M-50, de quienes cuelgan con emoción en Facebook fotos de los tulipanes de su jardín. Quizá se trate de ser un poco más infantiles. De ser, sin duda, mucho más sabios.



Sinécdoques - Fernando Savater

Para empezar un recordatorio por si a ustedes les pasa lo que a mí, que en cuestiones de retórica confundo el oxímoron con la onomatopeya y la metonimia con la metempsicosis: la sinécdoque es el tropo que extiende o altera la significación de las palabras, para designar a un todo con el nombre de una de sus partes. En el terreno político, consiste en convertir a los partidarios de una ideología en representantes únicos y exclusivos del conjunto de ciudadanos que de hecho pueden verosímilmente no compartirla. Durante la pasada dictadura, por ejemplo, sólo eran "españoles" los que apoyaban al régimen franquista o no expresaban críticas contra él: los disidentes decaían de esa titularidad para ser en el mejor de los casos "malos españoles" y, en el peor, formar parte del reino tenebroso de la anti-España. Ahora se dan casos semejantes entre quienes decretan que sólo son vascos, catalanes o gallegos los que comparten la opción nacionalista vigente en cada una de esas comunidades autónomas. Y no puedo por menos de recordar la observación entre zumbona y dolorida que una vez me hizo don Julio Caro Baroja: "Ya ve usted, me he pasado cuarenta años siendo un mal español para ahora convertirme en un mal vasco"...

Este abuso torticero de la sinécdoque ha sido bien documentado por Jesús Casquete en su libro En el nombre de Euskal Herria. La religión política del nacionalismo vasco radical (Ed. Tecnos) y comentado como componente característico del relato de identidad de cualquier nacionalismo por Fernando Molina Aparicio en su artículo La eterna 'cuestión vasca' (revista Claves, número 199). Últimamente parece empeñado en familiarizarnos con esta manipulación el presidente Montilla y otros políticos nacionalistas de la autonomía que lidera, los cuales nos avisan de que una sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut que no fuese de su pleno agrado constituiría un agravio contra los catalanes. Ya aquel famoso -y según muchos infame- editorial de adhesión inquebrantable firmado por una dócil docena de medios informativos locales se había convertido en intérprete nada menos que de la dignidad de Cataluña, pero recientemente el señor Montilla ha proclamado que ningún tribunal de este mundo ni probablemente del otro puede alzarse contra el sentimiento o padecimiento general de los catalanes todos. Y lo sorprendente es que al parecer habla como político democrático, no como psicoanalista del alma colectiva ni como adivino de lo inefable. Según esta aplicación de lo sinecdótico, todos los ciudadanos de Cataluña sienten al unísono y tienen unánime prevención a que el TC lleve la contraria a sus mentores (a pesar del escaso entusiasmo que mostraron por participar en el referéndum sobre en Estatut). Ninguno, por lo visto, se siente interesado en respetar y defender lo que le certifica como perteneciendo con pleno derecho a una comunidad estatal grande, todos prefieren reafirmarse en su menor peculiaridad regional irreductible. Y si hay algunos -o muchos- que no piensan así, es que no son catalanes o al menos "buenos" catalanes....

Naturalmente, esta afición manipuladora a la sinécdoque no es ni mucho menos exclusiva de Montilla y compañía. Se da también en Euskadi, donde cualquier medida informativa o educativa que no sigue la pauta nacionalista es denunciada por quienes hasta hace poco habían dirigido el cotarro como una agresión a la identidad vasca. Y se oye aquí y allá en otras autonomías, con motivo del reparto del agua o de privilegios fiscales. Por no mencionar a los que hablan estos días en nombre de todos los antifranquistas (entre los cuales a muchos de ellos nunca se les vio en tiempos de la dictadura) o deciden quién es progresista y quién no en los tribunales y en todas partes. Aseguraba Cioran que quien dice "nosotros" miente, pero creo que exageraba: sólo mienten, aunque eso sí: alto y claro, los aficionados a las sinécdoques.

Muchas dudas y alguna sospecha - Gabriela Cañas

Cuanto más escucho y reflexiono sobre el debate abierto en España por el uso del hiyaben un instituto público de Madrid, más dudas albergo. De momento, me pesan más los argumentos a favor de poner coto en las aulas públicas a esta prenda, pero este artículo trata de compartir argumentos, más que de encender mechas que no conduzcan a ninguna parte.

Najwa Malha era hasta hace un par de semanas una joven de origen marroquí completamente anónima que lleva años estudiando en el instituto público Camilo José Cela de Pozuelo de Alarcón. A mitad de curso y a punto de acabar la secundaria, la joven, que cumplía la norma del centro de no cubrirse la cabeza (impuesta con la idea de evitar la identificación entre bandas gracias a las gorras), decide usar el hiyab en clase contraviniendo la disciplina escolar. El centro le llama la atención y la aparta de clase. El entorno de la alumna, entonces, acude a los medios y convierte a una menor de edad (dato relevante en este suceso), en protagonista de una noticia de alcance nacional.

Prosigamos con los hechos. Los padres de varias alumnas que usan hiyab, incluido el padre de Najwa, declaran a los periodistas que éstas optan por esta prenda libremente. Algunos incluso comparan el gusto por el hiyab con un capricho o un mero acto de rebeldía adolescente. Si es así, ¿por qué debería permitirlo el centro que tiene reglas sobre la forma de vestir del alumnado? ¿Por qué tiene más derecho la niña del pañuelo a vulnerar las normas que el chaval que adora la gorra? ¿Y por qué la familia y su entorno (asociaciones islámicas incluidas) han convertido en una causa importante esta reivindicación aun poniendo en riesgo los estudios y la imagen de la joven?

Este asunto levanta pasiones porque el hiyab no es comparable a una gorra, pues en tal caso nadie le dedicaría la menor atención. Los padres (cristianos, judíos, musulmanes) suelen dirimir tales caprichos en la intimidad familiar. La cuestión es que el hiyabinforma acerca de la identidad y las creencias religiosas de unas menores. Es una prenda que tiene su origen en los textos sagrados, que aluden a ella como símbolo de sometimiento al varón, y que marca sólo a las niñas (nunca a los niños), especialmente cuando adquieren su plena capacidad reproductiva. ¿Qué hay de malo en ello?, se argumenta. ¿A quién hacen daño esas niñas veladas? En principio, a nadie. Yo tuve que usar velo en misa cuando de pequeña iba a un colegio de monjas. Eso tampoco hacía daño a nadie. Ahora siento que fui sometida a una costumbre de connotaciones religiosas y machistas que considero injusta, además de ridícula e incómoda.

Se alega que se debe garantizar el derecho a la educación de la joven, pero nadie se lo está negando. Sólo se le está pidiendo que, en clase, cumpla las normas como el resto. En la escuela, los niños y jóvenes aprenden, además de matemáticas, a madrugar, a cumplir horarios, a pedir permiso para ir al servicio y a socializarse evitando determinadas prendas. Forma parte de la enseñanza. Muchos docentes creen, incluso, que cuanto más homogénea sea la vestimenta, menos conflictos hay en las aulas. Las señas de identidad políticas, religiosas o de bandas no fomentan el debate, sino que suelen enconarlo.

La libertad religiosa de Najwa y su familia también está garantizada. O debe estarlo. Nadie les niega el derecho a profesar su credo y a usar el hiyab; salvo que éste lo lleven a clase.

Percibo en todo este debate un cierto sentimiento de culpa hacia otras culturas. Es cierto que nuestro pasado colonialista y nuestro presente xenófobo no son las mejores cartas credenciales, pero nos hemos dotado de leyes y pautas de convivencia que han profundizado en la laicidad del Estado y, sobre todo, en la liberación femenina.

Es chocante tanta timidez a la hora de pedir que en nuestro suelo, se acaten nuestros principios. La igualdad es uno de ellos. Así que resulta difícil explicarle a Najwa que apoyamos la igualdad mientras hacemos excepciones con ella con una prenda que la marca de manera inequívoca y discriminatoria en la escuela pública. Dudo de la conveniencia de imponer una forma de vestir a mujeres adultas, pero en menores de edad y en centros públicos deberíamos ser capaces de predicar con el ejemplo.

Hay quien se escandaliza por defender una prohibición, pero estamos rodeados de ellas. No se nos permite, por ejemplo, provocar un escándalo en la vía pública a las tres de la mañana y nadie llama a la rebelión por ello en nombre de las libertades individuales.

¿Quiere esto decir que hay que regular el hiyab en las escuelas públicas? ¿Incluso prohibirlo? A lo mejor sí. Pero si, tras una reflexión serena, se decidiera en tal sentido, entonces, con carácter previo, reformemos la Ley de Libertad Religiosa y revisemos el acuerdo con la Santa Sede, profundicemos en la laicidad y pongamos coto a tanta ostentación de símbolos católicos en nuestra vida oficial y pública. Símbolos de una creencia religiosa, por cierto, que como la musulmana favorece tan escandalosamente la discriminación de la mujer. No es de extrañar que hasta la Conferencia Episcopal haya defendido el hiyab.

Por todo ello, frente a la defensa de la total tolerancia al velo, me surgen tantas dudas y me asalta la sospecha.

El triunfo de la compasión - Jesús Mosterín

La compasión es la emoción desagradable que sentimos cuando nos ponemos imaginativamente en el lugar de otro que padece, y padecemos con él, lo compadecemos. Hemos empezado a entender el mecanismo de la compasión gracias a Giacomo Rizzolatti, descubridor de las neuronas espejo, que se disparan en nuestro cerebro tanto cuando hacemos o sentimos ciertas cosas como cuando vemos que otro las hace o siente. Las neuronas espejo de la ínsula se disparan y producen en nosotros una sensación penosa cuando vemos a otro sufriendo. Esta capacidad puede ejercitarse y afinarse o, al contrario, embotarse por falta de uso.


Los pensadores de la Ilustración, desde Adam Smith hasta Jeremy Bentham, pusieron la compasión en el centro de sus preocupaciones. David Hume pensaba que la compasión es la emoción moral fundamental (junto al amor por uno mismo). Charles Darwin consideraba la compasión la más noble de nuestras virtudes. Opuesto a la esclavitud y horrorizado por la crueldad de los fueguinos de la Patagonia con los extraños, introdujo su idea del círculo en expansión de la compasión para explicar el progreso moral de la humanidad. Los hombres más primitivos sólo se compadecían de sus amigos y parientes; luego este sentimiento se iría extendiendo a otros grupos, naciones, razas y especies. Darwin pensaba que el círculo de la compasión seguirá extendiéndose hasta que llegue a su lógica conclusión, es decir, hasta que abarque a todas las criaturas capaces de sufrir.

El pensamiento indio, y en especial el budismo y el jainismo, consideran que la ahimsa (la no-violencia, la no-crueldad, la compasión frente a todas las criaturas sensibles) es el principio central de la ética. En contraste con el silencio de la jerarquía católica, el Dalai Lama ha reclamado públicamente la abolición de las corridas de toros. Al rey Juan Carlos, ya desprestigiado por sus continuas cacerías, no se le ocurre otra cosa que salir ahora en defensa de la tauromaquia. Más le valdría identificarse con su antecesor ilustrado Carlos III, que prohibió las corridas de toros, que con el cutre y absolutista Fernando VII, que las promovió.

El conocimiento facilita la empatía. Como decía Francis Crick (el descubridor de la doble hélice), los únicos autores que dudan del dolor de los perros son los que no tienen perro. Muchos españoles no dudan del dolor de los perros ni de los toros. Cuando un degenerado cortó con una sierra eléctrica las patas de los perros de la perrera de Tarragona y los dejó desangrarse hasta la muerte, más de medio millón de españoles estamparon su firma en una petición al Congreso exigiendo la introducción del maltrato animal en el Código Penal. En Cataluña todas las encuestas indican una gran mayoría a favor de la abolición de la tauromaquia, solicitada al Parlamento catalán por más de 200.000 firmas. Yo conozco a varios firmantes de la petición; todos lo hicieron por compasión, ninguno por nacionalismo.

Los defensores de la tauromaquia siempre repiten los mismos argumentos a favor de la crueldad; si se tomaran en serio, justificarían también la tortura de los seres humanos. Ya sé que los toros no son lo mismo que los hombres, pero la corrección lógica de las argumentaciones depende exclusivamente de su forma, no de su contenido. En eso consiste el carácter formal de la lógica. Si aceptamos un argumento como correcto, tenemos que aceptar como igualmente correcto cualquier otro que tenga la misma forma lógica, aunque ambos traten de cosas muy diferentes. A la inversa, si rechazamos un argumento por incorrecto, también debemos rechazar cualquier otro con la misma forma. Incluso escritores insignes como Fernando Savater y Mario Vargas Llosa, en sus recientes apologías de la tauromaquia publicadas en este diario, no han logrado formular un solo argumento que se tenga en pie, pues aceptan y rechazan a la vez razonamientos con idéntica forma lógica por el mero hecho de que sus conclusiones se refieran en un caso a toros y en otro a seres humanos.

Ambos autores insisten en el argumento inválido de que también hay otros casos de crueldad con los animales, lo que justificaría la tauromaquia. Savater nos ofrece una larga lista de maltratos a los animales, remontándose nada menos que al sufrimiento infligido por Aníbal a sus elefantes cuando los hizo atravesar los Alpes. En efecto, debieron de sufrir mucho, pero no más que los soldados, la mayoría de los cuales no lograron sobrevivir a la aventura italiana del caudillo cartaginés. Si esto fuese una justificación del maltrato animal, también lo sería del maltrato humano y de la agresión militar. Vargas Llosa pone el ejemplo de la langosta arrojada viva al agua hirviente para dar más gusto a ciertos gourmets. Esto justificaría las corridas, pues también las langostas sufren. También es cruel la obtención del foie-gras de ganso torturado, pero por eso mismo elfoie-gras ya ha sido prohibido en varios Estados de EE UU y en varios países de la UE. En cualquier caso, sabemos que los toros sienten dolor como nosotros, pues el sistema límbico y las partes del cerebro involucradas en el dolor son muy parecidos en todos los mamíferos. El neurólogo José Rodríguez Delgado hizo sus famosos experimentos para localizar los centros del placer y el dolor en el cerebro de toros y hombres y no encontró diferencias apreciables. Desde luego, el mundo está lleno de salvajadas y crueldades contra los animales humanos y no humanos, pero este hecho lamentable no justifica nada.

Se aduce que la tauromaquia forma parte de la tradición española, como si lo tradicional fuera una justificación ética, lo que obviamente no es. Todas las costumbres abominables, injustas o crueles son tradicionales allí donde se practican. Vargas Llosa siempre ha polemizado contra la corrupción y la dictadura en América Latina, pero ambas son desgraciadamente tradicionales en muchos de esos países. También ha puesto a Chile como ejemplo a seguir por los demás países sudamericanos. Pero Chile prohibió las corridas de toros hace ya dos siglos, el mismo día y por el mismo decreto que abolió la esclavitud.
Antes los caballos salían a la plaza de toros sin protección alguna y durante la suerte de varas casi siempre acababan destripados y con los intestinos por el suelo. Por otro lado, como los toros no querían combatir y huían, les introducían en el cuerpo banderillas de fuego (petardos que estallaban en su interior y desgarraban sus carnes), a ver si así, enloquecidos de dolor, se decidían a embestir. En 1928 al general Primo de Rivera se le ocurrió invitar a una elegante dama parisina, hermana de un ministro francés, a una corrida de toros en Aranjuez. Cuando la dama empezó a ver la sangre brotar a borbotones, los intestinos de los caballos caer a su lado y los petardos estallar dentro de los toros, casi le dio un patatús de tanta repugnancia e indignación como le produjo el espectáculo. El general, avergonzado, ordenó al día siguiente que se cambiase el reglamento taurino, suprimiendo los aspectos que más pudieran escandalizar a los extranjeros, a quienes se suponía una sensibilidad menos embotada que a los aficionados locales.

Los toros pertenecen a la misma especie que las vacas lecheras, aunque no hayan sido tan modificados por selección artificial. Son herbívoros y rumiantes, especialistas en la huida, no en el combate, aunque en la corrida se los obligue a defenderse a cornadas. Los taurinos dicen que la tauromaquia es la única manera de conservar los toros "bravos". Pero hay una solución mejor: transformar las dehesas en que se crían (a veces de gran valor ecológico) en reservas naturales. Algunos añaden que, puesto que no se ha maltratado a los toros con anterioridad, hay que torturarlos atrozmente antes de morir. ¿Aceptarían estos taurinos que a ellos se les aplicase el mismo razonamiento?

Los amigos de la libertad nunca hemos pretendido que no se pueda prohibir nada. Aunque pensamos que nadie debe inmiscuirse en las interacciones voluntarias entre adultos, admitimos y propugnamos la prohibición de cualquier tipo de tortura y de crueldad innecesaria. Si aquí y ahora hablamos de la tauromaquia, no es porque sea la única o la peor forma de crueldad, sino porque su abolición ya está sometida a debate legislativo en Cataluña. Si allí se consigue, el debate se trasladará al resto de España y a los otros países implicados. No sabemos cuándo acabará esta discusión, pero sí cómo acabará. A la larga, la crueldad es indefendible. Todos los buenos argumentos y todos los buenos sentimientos apuntan al triunfo de la compasión.

La cornada - Manuel Vicent

Dijo Rafael el Gallo que para el prestigio de un torero hay algo mucho peor que una bronca con almohadillas en Las Ventas de Madrid: es que saquen a hombros de La Monumental de Barcelona. Tal vez para evitar este escarnio, más allá de la defensa de los animales, en el Parlamento de Cataluña se ha planteado formalmente la prohibición de la corrida de toros en su territorio. Cataluña y España llevan algunos siglos buscando la fórmula de insertarse políticamente en un proyecto común. Hoy está en el aire el recurso contra su Estatuto de Autonomía en el Tribunal Constitucional y probablemente la sentencia que zanje o acreciente este desencuentro histórico depende de un magistrado, que hace unos días aparecía en el callejón de La Maestranza de Sevilla fumándose un puro con dos colegas junto a uno de Los Morancos, una imagen que no desmerece en absoluto de lo más duro de la España castiza. A la plaza va uno a divertirse contemplando cómo se mata a un toro con más o menos florituras, en medio de un baño de sangre. En eso consiste el bien cultural. Pero habría que saber cuántos espectadores, en una tarde tediosa e insoportable, abandonarían la plaza si supieran que al final de la lidia el último toro iba a matar al torero. No creo que hubiera muchos aficionados que renunciaran al privilegio de poderlo contar después con todo pormenor en las tertulias. De hecho, la reciente cornada en la femoral de José Tomás ha superado en impacto al que produjo la lanza del centurión en el costado del Nazareno, porque el rito sustancial de la corrida es la muerte, bien sea la del toro o la del torero, aunque esta por fortuna se produzca raras veces. En general, la gente come carne y los que pueden también langostas, pero nadie paga la entrada en un cocedero de mariscos o en un matadero sólo para contemplar con placer cómo meten a las langostas en agua hirviendo o someten a un cerdo a cuchillo, aplaude y luego se larga uno sin comérselos. El rito de la corrida tendría sentido si al final de la lidia se hiciera un enorme asado en el ruedo y después de convertir al minotauro en chuletas, solomillos y mondongos, bajaran los espectadores y se lo zamparan. Ignoro si en Cataluña aceptarían participar en este místico banquete con los tres jueces de La Maestranza.

Señas de identidad - Forges

La España negra y la tauromaquia - Jesús Mosterín


Aquí no tomamos el adjetivo negro en su sentido cromático habitual (y mucho menos en sentido racial alguno), sino en el significado peyorativo de siniestro con que hablamos de la novela negra o de un negro porvenir y que los autores regeneracionistas usaban para referirse a la España negra como el compendio de nuestras más tenebrosas tradiciones.

De la palabra latina mores (costumbres) procede nuestro término moral. El conjunto de las costumbres y normas de un grupo o una tribu constituye su moral. Cosa muy distinta es la ética, que es el análisis filosófico y racional de las morales. Mientras la moral puede ser provinciana, la ética siempre es universal. Desde un punto de vista ético, lo importante es determinar si una norma es justificable racionalmente o no; su procedencia tribal, nacional o religiosa es irrelevante. La justificación ética de una norma requiere la argumentación en función de principios generales formales, como la consistencia o la universalidad, o materiales, como la evitación del dolor innecesario. Desde luego, lo que no justifica éticamente nada es que algo sea tradicional.
Algunos parecen incapaces de quitarse sus orejeras tribales a la hora de considerar el final del maltrato público de los toros. No les importa la lógica ni la ética, el sufrimiento ni la crueldad, sino sólo el origen de la costumbre. La crueldad procedente de la propia tribu sería aceptable, pero no la ajena. En cualquier caso, y contra lo que algunos suponen, ni las corridas de toros son específicamente españolas ni los correbous (o encierros) son específicamente catalanes. De hecho, ambas salvajadas se practicaban en otros países de Europa, como Inglaterra, antes de que la Ilustración condujera a su abolición a principios del siglo XIX.
Siempre resulta sospechoso que una práctica aborrecida en casi todo el mundo sea defendida en unos pocos países con el único argumento de ser tradicional en ellos. Aparte de España, las corridas se mantienen sobre todo en México y Colombia, dos de los países más violentos del mundo. Otros países más suaves de Latinoamérica, como Chile, Argentina o Brasil, hace tiempo que las abolieron. Las normas más respetables suelen ser universales. Todo el mundo está de acuerdo en que no se debe matar al vecino, ni mutilar a la vecina, ni quemar el bosque, ni asaltar al viajero. Por desgracia, en muchos sitios hay costumbres locales crueles, sangrientas e injustificables, aunque no por ello menos tradicionales. De hecho, todas las salvajadas son tradicionales allí donde se practican.
Los que escribimos y polemizamos contra la práctica abominable de la ablación del clítoris de las adolescentes en variospaíses africanos recibimos con frecuencia la réplica de que nuestra crítica es inadecuada e incluso colonialista, pues no tiene en cuenta que se trata de prácticas tradicionales de esos pueblos y que las tradiciones no se pueden criticar.
Obviamente, las corridas de toros no tienen nada que ver con la ablación del clítoris, ni son comparables con ella; sin embargo, los defensores de ambas prácticas usan de modo similar el argumento de la tradición para justificarlas. La única moraleja es metodológica: la tradición no justifica nada.
Los españoles no tenemos un gen de la crueldad del que carezcan los ingleses; la diferencia es cultural. En España siguen celebrándose encierros y corridas de toros, pero no en Inglaterra (donde hace dos siglos eran frecuentes), pues los ingleses pasaron por el proceso de racionalización de las ideas y suavización de las costumbres conocido como la Ilustración.
Aquí apenas hubo Ilustración ni pensamiento científico, ético y político modernos. Muchos de nuestros actuales déficits culturales proceden de esa carencia.
A los enemigos de los toros, es decir, a los defensores de las corridas, una vez gastados los cartuchos mojados de las excusas analfabetas, como que el toro no sufre, sólo les quedan dos argumentos: que las corridas son tradicionales y que su abolición atentaría contra la libertad.
Ya hemos visto que la tradición no es justificación de nada. La tortura pública y atroz de animales inocentes (y además rumiantes, los más miedosos, huidizos y pacíficos de todos) es una salvajada injustificable, y como tal es tenida por la inmensa mayoría de la gente y de los filósofos, científicos, veterinarios y juristas de todo el mundo.
Cuando, en el Parlamento de Cataluña, Jorge Wagensberg mostraba uno a uno los instrumentos de tortura de la tauromaquia, desde la divisa hasta el estoque, pasando por la garrocha del picador y las banderillas, y preguntaba: "¿Cree usted que esto no duele?", un escalofrío recorría el espinazo de los asistentes.
Queda el argumento de la libertad, basado en la incomprensión del concepto y en la ausencia de cultura liberal. La libertad que han propugnado los pensadores liberales es la de las transacciones voluntarias entre seres humanos adultos: dos humanos adultos pueden interaccionar entre ellos como quieran, mientras la interacción sea voluntaria por ambas partes y no agredan a terceros. Ni la Iglesia ni el Estado ni ninguna otra instancia pueden interferir en dichas transacciones voluntarias.
Ningún liberal ha defendido un presunto derecho a maltratar y torturar a criaturas indefensas. De hecho, los países que más han contribuido a desarrollar la idea de la libertad, como Inglaterra, han sido los primeros que han abolido los encierros y las corridas de toros. Curiosamente, y es un síntoma de nuestro atraso, la misma discusión que estamos teniendo ahora en España y sobre todo en Cataluña ya se tuvo en Gran Bretaña hace 200 años. Los padres del liberalismo tomaron partido inequívoco contra la crueldad. Ya entonces, frente al burdo sofisma de que, puesto que los caballos o los toros no hablan ni piensan en términos abstractos se los puede torturar impunemente, el gran jurista y filósofo liberal Jeremy Bentham señalaba que la pregunta éticamente relevante no es si pueden hablar o pensar, sino si pueden sufrir.
En vez de crear el partido liberal moderno del que carecemos y de formular una política económica alternativa a la del Gobierno, los dirigentes del Partido Popular se ponen a correr hacia atrás, se enfundan la montera y el capote, pontifican que el mal cultural de las corridas de toros es un bien cultural e invocan las esencias de la España negra para tratar de arañar un par de votos, sin darse cuenta de que a la larga pueden perder muchos más con semejante actitud.
Esperanza Aguirre cita a Goya en primer lugar de sus referencias culturales favorables a la tauromaquia. Lo mismo podría haber acusado a Goya de estar a favor de los fusilamientos, pues también los pintaba.
No le vendría mal repasar los grabados de Goya sobre la tauromaquia para encontrar la más demoledora de las críticas a esa práctica. Las series negras de los disparates, los desastres de la guerra y la tauromaquia nos presentan el más crítico y descarnado retrato de la España negra, un mundo sórdido, oscuro e irracional de violencia y crueldad, habitado por chulos, toreros, verdugos, borrachos e inquisidores.
Goya se fue acercando a las posiciones de los ilustrados, como Jovellanos, partidarios de la abolición de los espectáculos taurinos. Y si acabó exiliándose a Francia y viviendo en Burdeos fue por su incompatibilidad con el régimen absolutista ("¡vivan las cadenas!") de Fernando VII, enemigo de la inteligencia, restaurador de la censura y la Inquisición, creador de las escuelas taurinas y gran promotor de las corridas de toros.



Jesús Mosterín es profesor de Investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC.

Sí a la ley del burka - Bernard -Henri Lévy


Se oye decir: "El burka es una prenda; un disfraz, a lo sumo; no vamos a legislar la indumentaria y los disfraces...". Error. El burka no es una prenda, es un mensaje. Y es un mensaje que habla del sometimiento, esclavitud, anulación y derrota de las mujeres.
Se oye decir: "Tal vez sea sometimiento, pero consentido; sáquense de la cabeza la idea de un burka impuesto a unas mujeres que no lo quieren por unos maridos malvados, unos padres abusivos o el cafre de turno". Sea. Salvo que la servidumbre voluntaria nunca ha sido un argumento; el esclavo -o esclava- feliz nunca ha justificado la infamia inherente, esencial, ontológica, de la esclavitud. De los estoicos a Eliseo Reclus, de Schoelcher a Lamartine, pasando por Tocqueville, cada uno de los antiesclavistas del mundo nos ha dado todos los argumentos posibles contra esa pequeña infamia suplementaria que consiste en convertir a las víctimas en artífices de su propia desgracia.
Se oye decir: "Libertad de culto y de conciencia; libertad de ejercicio y expresión, para todos y todas, de la fe de su elección. ¿A título de qué íbamos a permitirnos prohibir que un fiel honre a Dios de la forma que prescriben los textos sagrados?". Otro sofisma. Nunca se repetirá bastante. El burka no es una prescripción coránica.No hay ningún versículo ni ningún texto de la Sunna que obligue a las mujeres a vivir en esa prisión de tela y chatarra que es un velo integral. No hay ningún shoyoukh, ningún doctor de la religión que ignore que el rostro no es una "desnudez", no más que las manos. Y no hablo de aquellos que, como Hassan Chalghoumi, el valiente imán de Drancy, están diciendo a sus fieles, alto y claro, que llevar ese velo integral es claramente antiislámico.
Se oye decir: "¡Cuidado con mezclar las cosas! Cuidado, al focalizar la atención sobre el burka, con no alimentar una islamofobia que no espera otra cosa para desatarse y sería, a su vez, una forma disfrazada de racismo. Impedimos que ese racismo se infiltrara por la puerta grande del debate sobre la identidad nacional; ¿vamos a dejarlo volver por la ventana de la discusión sobre el burka?". Sofisma, una vez más. Pertinaz y absurdo sofisma. Pues una cosa no tiene nada que ver con la otra. La islamofobia, y esto tampoco se repetirá bastante, no es, evidentemente, un racismo. Personalmente, no soy islamófobo. Me importa lo bastante lo espiritual y el diálogo entre espiritualidades como para ser hostil a una religión u otra. Pero, en cambio, el poder criticarlas libremente, el derecho a burlarse de sus dogmas o creencias, el derecho a la incredulidad, a la blasfemia, a la apostasía, son derechos conquistados a un precio demasiado alto como para que dejemos que una secta, unos terroristas del pensamiento, los anulen o los debiliten. De lo que se trata aquí es de Voltaire, no del burka. Es de las luces de ayer y de hoy, y de su herencia, no menos sagrada que la de los tres monoteísmos. Un paso atrás, uno solo, en este frente, constituiría una señal para todos los oscurantismos, para todos los fanatismos, para todas las verdaderas ideologías del odio y la violencia.
Finalmente, también se oye decir: "Pero ¿de qué estamos hablando, al fin y al cabo? ¿Cuántos casos hay? ¿Cuántos burkas? ¿Hay que armar tanto alboroto por unos cuantos miles -por no decir centenares- de burkas censados en el conjunto del territorio francés? ¿Merece la pena echar mano de semejante arsenal de reglamentos, hacer una ley?". Es el argumento más frecuente. Y, para algunos, el más convincente. Pero, en realidad, es tan especioso como los anteriores. Pues una de dos: o se trata sólo de un juego, de un integumento, de un disfraz y, entonces, en efecto, lo que procede es la tolerancia; o se trata de una ofensa contra las mujeres, de un atentado contra su dignidad, de un cuestionamiento frontal de una regla republicana fundamental -también pagada a un alto precio-: la de la igualdad de sexos, y entonces estamos hablando de un principio, y cuando se trata de principios, las cifras están fuera de lugar. ¿Alguien concibe que se cuestionasen las leyes de 1881 so pretexto de que los atentados contra la libertad de prensa son infrecuentes? ¿Y qué diríamos de alguien que, tras observar una disminución de los ataques racistas o antisemitas contra las personas, pensara en aligerar, o incluso en abolir, la legislación vigente sobre la materia? Si realmente el burka es lo que digo, si es ese insulto contra las mujeres y contra su lucha secular por la igualdad; si, por añadidura, es una injuria contra esas mujeres que, en el preciso momento en que escribo, desfilan a rostro descubierto en Irán contra un régimen de asesinos que tiene en el burka uno de sus símbolos; en resumen, si este símbolo significa que la humanidad se divide entre aquellos que tienen un cuerpo glorioso y dotado de un no menos glorioso rostro y aquellas cuyo cuerpo y cuyo rostro son ultrajes vivientes, escándalos, impurezas que nadie debería ver y que habría que ocultar o neutralizar, entonces, aunque hubiera una única mujer en Francia que se presentase enjaulada en el hospital o en el ayuntamiento, habría que liberarla.
Por todas estas razones de principios estoy a favor de una ley que no deje lugar a dudas y declare antirrepublicano portar el burka en los espacios públicos.


Traducción: José Luis Sánchez-Silva